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Decimos barro

Salimos a los campos, a los montes, con el simple ansia de estar en otro lado. Nos vestimos, capa tras capa lejos del heroísmo. Nuestros materiales, naturalmente artificiales, nuestros colores estridentes y la ruta bajada de la nube con más información que conocimiento.

Salimos abrigados a la intemperie. Vamos a la aventura con la llave del coche en el bolsillo. Los ojos abiertos, la atención, los guantes, el oído que capta el canto de los pájaros del invierno que tapan con su música el ruido interior.

Miramos el sol, las nubes, el cielo. Miramos a lo alto. Miramos el camino que pisamos y que nos llevará de vuelta a casa, a cualquier cosa que sea casa. Nos vamos, nos distanciamos, y decimos «cuanto más lejos, más cansado; cuanto más cansado, más satisfecho«.

Hay una canción diferente que se tararea sola en algún lugar perdido entre la garganta y el fondo del cerebro reptiliano. Tamborilea un ritmo sencillo mientras notamos, con gusto, que la respiración se acelera, que los gemelos se tensan.

Dejamos la carretera, pero no salimos del camino marcado. Rechinamos, fiero el ceño, retumbamos, siempre que haga falta, en las puertas del infierno*. Buscamos el cielo en la tierra mojada, roja, parda, sin color. Hay olor, hay dolor.

Salimos al aire de los caminos, abrimos corazón y boca a la lluvia fina, amiga. Notamos el peso de la mochila, que nos equilibra. Andamos en círculos, siempre en círculos, porque volvemos a la misma Ítaca, pero ya no somos los mismos porque aunque viajar sea volver, es otro el que vuelve tras la senda recorrida. Con el sudor se han evaporado sales esenciales que no impiden, sin embargo, que sigamos siendo el mismo accidente, el error de medida, el viajero en el tiempo que se lleva la corriente, el salvaje*.

La tierra con agua hace barro.

Y entonces decimos «barro». «Barro» decimos como si él fuera el extraño, olvidando que nuestro resbalar marca y abre surco en su tranquilo reino a ras de hierba. «Barro» decimos como si nos sobrara en nuestros planes. Como si fuera posible permanecer secos en la tormenta. «Barro», como si no fuera el germen del ladrillo que conforma la pared que nos resguarda. «Barro», decimos, ingratos, olvidando que un día, no hace tanto, del mismo barro fuimos hechos y aún lo somos.

Aratz, 21 de mayo de 2023

Getxo, 1 de diciembre de 2023

Nota.

Al volver de mis paseos por el monte siempre hay barro en los zapatos y, de otra manera, en los bolsillos. Limpio con agua la suela para protegerla de la degradación, limpio un poco empeine y laterales para quitar lo más evidente. Pero siempre dejo algún rastro de tierra para recordar de dónde vengo. No soporto que un calzado de monte esté impoluto. El barro es a mis botas lo que la sangre a la espada del samurái.

Otra nota

Mientras espero que caiga del cielo la clave para hacer algo que recuerde a Gil de Biedma, o al menos a Karmelo C. Iribarren, me vale la lejana inspiración de Blas de Otero:

Digo vivir

Porque vivir se ha puesto al rojo vivo.
(Siempre la sangre, oh Dios, fue colorada.)
Digo vivir, vivir como si nada
hubiese de quedar de lo que escribo.

Porque escribir es viento fugitivo,
y publicar, columna arrinconada.
Digo vivir, vivir a pulso, airada-
mente morir, citar desde el estribo.

Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro,
abominando cuanto he escrito: escombro
del hombre aquel que fui cuando callaba.

Ahora vuelvo a mi ser, torno a mi obra
más inmortal: aquella fiesta brava
del vivir y el morir. Lo demás sobra.

FOTOGRAMAS POR CAPÍTULOS

No sabría situar con precisión el momento en el que la memoria empezó a fallarme. O tal vez es que empezó a ser selectiva aplicando sobre todo criterios de proximidad temporal. No importa, creo que más o menos al mismo tiempo me empezó a dar un poco igual acabar los razonamientos, los argumentos e incluso las frases. Así que no es necesario seguir más este hilo de

Supongo que en esto tiene que ver tanto la edad, que son más de 50 los años que tengo y me tienen, como esa facilidad en consultarlo todo en los móviles. Este verano, por alguna razón perdida, vi que la traducción de “FREIGHT” no es “CONGELADO”, sino “TRANSPORTE”. Este hecho me ha molestado. No soy yo quién para decidir qué significan los vocablos ingleses, pero es que este cambio, por sí mismo, cuestiona de alguna manera uno de los recuerdos que forman parte desde hace más de treinta años de mi memoria vital, acaso también insignificante.

Verano del ’89. El diablo sobre ruedas.

“LEEDS FREIGHT UNITED”. Fueron muchos los kilómetros que hice tras esa leyenda. Viajaba yo con mi familia (me refiero a aquella a la que ya pertenecía, no a la que di lugar) y todo el equipaje propio del viaje de vacaciones en el que cruzábamos España de Norte a Sur. Mi carnet de conducir tenía aun la tinta fresca, e igualmente palpitante era la confianza de mi padre en mis desconocidas facultades para conducir; por eso, me dejaba hacer kilómetros en aquel coche nuevo, un Renault 21 de color gris nave espacial.

La red viaria no tenía aún tantos kilómetros de autovía como hoy, así que íbamos por alguna carretera nacional, de carril simple y obras en el arcén. Los que aún quedábamos en el coche íbamos, como suele ser común, mirando todos al frente, como si los asientos fueran una platea y el anodino escenario estuviera más allá de la luna delantera.

Todo iba bien: mi juventud devoraba la carretera, y disfrutaba de lo que a mí me parecía el rugido del acelerador tanto como del geométrico movimiento que me llevaba a poder meter la quinta velocidad, cosa imposible en el Seat Panda de cuatro marchas en el que había velado mis primera armas de gasolina normal.

Entonces se congeló aquel fotograma. Un camión blanco indescriptiblemente grande con aquellas enormes letras en su parte trasera: “LEEDS FREIGHT UNITED”. Se suponía que yo debía adelantarlo, ese era el orden natural de las cosas, como lo es que una generación sobrepase a la anterior. Pero ¿cómo? No me atrevía. Sacaba a veces un poco el morro, pero siempre veía coches de frente y espacio insuficiente. Esto no obstaba a que un largo número de coches me adelantara a mí y, al poco rato, a aquel fenómeno sobre ruedas, sin que en ningún momento ninguno tuvieran problema alguno.

Los espectadores parecían no aburrirse; tal vez su silencio encubría una cierta decepción por la ausencia de habilidad. Yo, esforzado estudiante que en aquella época aprobaba cuanto examen se entrometiera en mi camino, no tenía valor ni cálculo ni locura suficiente para pisar a fondo y superar a aquel molino de seis ejes y rótulo británico. Supongo que iba adquiriendo una triste figura a lomos del 21.

Pasaron kilómetros y sudores en penitente silencio. Finalmente, aquella estrecha senda nacional desembocó en una de aquellas autovías iniciáticas de nuestro desarrollismo y entonces sí, como un narrador omnisciente que decide cuándo, quién y cómo, aceleré y superé limpiamente aquel monstruo, creyendo dejar atrás toneladas de pescado ultracongelado, pero llevando fijada conmigo esa pesadilla que aún se muerde la cola en los desvelos de mi memoria.

En realidad, no me acuerdo si le adelanté o no.

Verano del ’23. Propósito experimental.

 A 2.000 metros de altura, y aunque esté más cerca de los satélites de comunicaciones, no tengo cobertura. Además, por aligerar la mochila no he traído libro que leer y tras ojear las revistas añejas del Refugio, no me queda otra opción que ver pasar el tiempo. No he venido solo, pero mis compañeras han buscado cosas qué hacer y, decididamente, no tengo facilidad para trabar conversación con otros montañeros que por allí pululan.

A ratos arranca mi capacidad de introspección, de vagar sin otras mochilas que las de la mente, por las regiones interiores de mi propio mundo interior. Discurren mis pensamientos y mis emociones por caminos carretiles más que por pulidas autopistas. Estuve aquí hace más de 30 años y hoy he vuelto, si es que soy el mismo que entonces.

Pero estamos en agosto y no tengo especial deseo de transitar por esos andurriales. Queda la contemplación, la observación sosegada de lo que me rodea, la consistencia de la muralla de granito que circunda la laguna grande. A ratos, y por autocombustión, la lógica trate de ponerse en marcha y de entender esa proyección: las formas de los tres hermanitos, del perro que fuma, el color verdoso de la piedra, la dimensión de las montañas, la profundidad de las fisuras. Pero, sobre todo, los ojos giran y vagan. Confieso, con minúsculas, que me llega el innombrable aburrimiento.

Los pocos que somos aquí arriba nos vamos viendo acompañados de manera creciente por cada vez más personas. Se les ve descender hacia el llano lacustre y buscar su acomodo. No son muchos los que tienen plaza en el refugio. La mayoría buscan situarse en los vivacs (palabra que por alguna razón rima este año con bibelot) que están ya dispuestos por anteriores viajeros.

Llega un grupo demasiado grande, y ruidoso. Parece que pueden ser scouts, o quizá algo peor. Serán, no sé, cincuenta, sesenta, doscientos. Jóvenes monitores y casi niños y niñas con pañoleta. El murmullo les ha precedido, y ahora, ya a tiro de palabra dicha con ligero entusiasmo, se pueden distinguir sus conversaciones, sus bromas, sus órdenes, sus nombres. Afortunadamente, no cantan.

Más tarde, al caer el sol, que nunca se va de todo aquí arriba, podremos ver cómo quienes vienen dibujan una hilera de luces con sus frontales, a modo de satélite starlink en noche de Perseidas.

Me maravilla este grupo grande que ha venido, que se mueve y juega y más que nada, se comunica todo el tiempo. ¿Cómo es posible, me pregunto desde mi limitación para establecer conversaciones, que todo el tiempo esté toda esta caterva diciendo cosas?, ¿quién ha escrito su guion?, ¿y el mío?

El tiempo pasa y empiezo a verles con un poco más de simpatía; creo que su vitalidad me produce bienestar, y su tamaño, admiración. Andan como Pedro por su prado. Aquí cabemos todos.

No llega aún la hora de la cena, pero cada vez hay un poco menos de luz.

Tener a la vista la solidez del granito me conforta.

Al pasar de las horas, y sólo por tener los ojos abiertos, me he dado cuenta de que lo que he llamado muro es un semicírculo y, así, se ha convertido por la observación en lo que las guías llaman “el circo de Gredos”.

Mis oídos también se han ido relajando. Me transporto así, sin mover un músculo.

He entendido que no es cierto que toda esta gente hable a la vez; en realidad, es como si se fueran dando espontáneos relevos. El sonido es la voz del colectivo, no del individuo. La individualidad, también la mía, queda oculta, aun sin borrarse, entre tanta inmensidad.

. . .

Como otras y tantas veces, ahora recuerdo que la comprensión llega al dejar de intentarlo.

Circo de Gredos. Verano de 2023.

Getxo, 1 de septiembre.

COCINA DE MERCADO

GRAN CÚSPIDE DE BACHIMAÑA, MÁS CONOCIDA COMO LA GRAN FACHA (3.005 msnm)

Empezando por el final, como uno sospecha a veces que hace en las rutas circulares, contaré que muy pocos días después de volver a casa, un profesor del colegio, que nunca me dio clase, me envió un whatsapp con una foto de la que puede ser mi primera publicación: “La excursión”. Los protagonistas eran los inmortales Mortadelo y Filemón. Yo contaba con siete años. Contaba también qué metían en unas mochilas que debían ser del tamaño de un tresmil, pues cabían innumerables artilugios. Para quien tenga curiosidad, y para el resto, diré que Mortadelo tenía asignado bocadillo de chorizo frito para la merienda, mientras que Filemón había de conformarse con uno de sardinas. Yin y Yan.

En el relato se aprecian varias de las obsesiones que cruzan mi trayectoria, esos demonios que un esfuerzo narrativo convierten en temas: la comida, el descanso, el monte, las palabras, los sitios a los que no se llega y en todo ello, el paso del tiempo que llena los días más vacíos.

Al iniciar desde la Sarra la subida a Respomuso, se diría que mi mochila la había cargado aquél mismo narrador infantil, tal era su peso. Unas tres horas por delante hasta el refugio, teniendo al lado el barranco de Aguas Limpias y dejando atrás, ritualmente, el final de un curso convulso como el caudal roto del arroyo que a veces nos salpica. Arriba, en los 2.100 metros con vistas al embalse, nos juntaríamos los seis comensales a los que había quedado reducida la excursión de este año. Las bajas venían por causas diferentes, variadas como la fruta y verdura de temporada, se exponga ésta en la Bretxa o en la Ribera. Así que, sin dejar para el final la causa del título, nos disponíamos los seis a cocinar estos días con lo que el mercado brindaba.

La cosecha de este año, además, tenía nuevas variedades, Javi, que el año pasado no pudo llegar casi ni a sentarse a la mesa, y yo mismo, que falté por una rotura muscular que este año le tocó a Joserra. Repetían, como buen condimento, Ritxi, Laura, Esther y el incombustible Alfonso.

Respomuso puede ser uno de los refugios con mejor ubicación de los que conocemos: la corona de picos pirenaicos reflejado en el embalse lo convierten en un paisaje sabroso, alimento para el espíritu de quien tenga el buen acierto de dejar un rato de contemplación en este fin de semana de acción. A lo lejos se veía el remate de la Gran Facha, objetivo desechado para este año. En el interior, las habitaciones, el comedor, los baños, … no desmerecen la sensación de estar en casa, tan lejos de ella.

En el ambiente flotaban las idas y venidas para fijar el objetivo. En un primer momento se fijó la citada Gran Facha, pero luego quedó postergada por considerar que podía ser excesiva (por grande, no por facha…) Durante la cena, no obstante, se planteó si mantener el último menú acordado (vuelta a Sallent por Musales) o si cabía la opción de abrir la carta sin mirar el precio de los demás platos más de que de reojo.

El fiel de la balanza se desplazó a la barra en la que atendían los guardas del refugio. Tras un exhaustivo examen sorpresa, y siempre con la recomendación de no caernos… quedó abierta la ruta hacia la Gran Facha, casi al mismo tiempo que hacia las literas, pues aguardaba un día intenso a vuelta de unas pocas horas.

Llegó ese momento de recogerse. Los seis en una habitación de 14. Cada uno tiene sus ritos y ritmos. Dejar o no preparada la ropa, guardar cerca lo que se va a necesitar, dejarlo en la taquilla, hablar un poco antes de que llegue el sueño, … pero todo se va encaminando a ese momento de intimidad compartida que es dormir en una misma litera corrida, cerca y lejos al mismo tiempo.

Amanece el sol recién lavado en las primeras horas del día, y nos convertimos en un pequeño hormiguero que va y viene sin chocarse casi nunca, en la preparación de mochilas, cremas, desayunos, ropas y mariposas en el estómago. Como no estaba prevista la ruta finalmente elegida, carecemos de track offline, así que los más avezados fotografían y estudian el panel de localización que está en el refugio. Yo prefiero dedicar el tiempo a algo más productivo para mí; dada mi legendaria capacidad de desorientación, me resulta más útil liberar de peso mi estómago y mi mochila. Al fin y a la postre, ningún perdido se pierde.

Ritxi, con la confianza del grupo, encabeza la marcha ataviado con vaqueros. Buscamos entre todos el inicio logrando sin esfuerzo perder todo contacto visual entre nosotros en poco más de cinco minutos … No parece la mejor manera de empezar, así que casi me lo podía haber saltado, pero en un relato presidido por Mortadelo y Filemón creo que puede caber casi todo.

Nos reagrupamos. Para darle un poco más de emoción, a Esther se le ha roto una de las camel que lleva y ha improvisado lo que llamaremos un tendedero virtual para evitar males mayores. A partir de aquí, las cosas solo pueden mejorar.

Alcanzamos el embalse de Campoplano, a partir de donde debemos empezar a ganar metros. Es un año con mucha agua, ya nos lo advirtieron, y tardamos un buen rato en cruzar la regata que nos da paso a una pequeña llanura que relaja con su horizontalidad la tensión de los picos que rompen en roca hacia el cielo. Son varias las veces que debemos cruzar caudales de agua, pues nos hemos desviado con la tranquilidad de un paseante de domingo. Finalmente, lo más práctico resulta soltarse las botas y meter los pies en el agua helada, que resulta ser una experiencia nueva y gratificante.

Retomamos la senda por el barranco, también de Campoplano, y cruzamos un salto de agua más grade que los anteriores.  A estas horas el sol ha empezado a lucir con más fuerza, y también el corazón se acelera, entre el esfuerzo y la cercanía de la zona más exigente del recorrido. Hemos llegado a los neveros y toca ponerse los crampones en alguna de las islas de piedras que descuellan en medio de la nieve.

La subida es agradecida, la dureza de la nieve está en ese punto en que las puntas penetran con soltura, y no hay miedo a resbalar. Ritxi y Javi progresan como si estuvieran subiendo del segundo al tercer piso de El Corte Inglés por las escaleras mecánicas. Los demás vamos haciendo crujir el piso, también con soltura.

El final de los neveros nos acerca al collado, y con él, al momento de reponer fuerzas y mirar hacia la derecha, al Sur, hacia la arista que es la parte dura de este día. Abrimos mochilas y bolsas en esta terraza de altura. El momento dulce lo brinda Laura, cuando desenfunda y reparte unos dátiles enormes que rematan de la mejor manera este almuerzo en altura.

La arista es impresionante, oscura, rota, despuntada. Más larga de lo previsto, no se ve el final, pero lo habrá. Dejamos mucho peso bajo una roca y empezamos la trepada. Es una larga escalera loca, revuelta, en subida infinita y diversa, en la que vamos encontrando el camino con cada paso que damos, tirando de cuádriceps y pulmones, y de las ganas de llegar.

Tanto el camino de ida como el de vuelta están punteados de montañeros, con algunos hemos conversado en el Refugio, con otros por el camino. También, creo yo, va cada uno hablando consigo mismo, con sus deseos, con sus limitaciones, con sus dolores.

De nuevo, subimos juntos y llegamos solos.

Siempre que se sigue un camino en el monte hay un punto, un pequeño punto, en el que lo que ha sido camino de ida comienza a ser de vuelta. Ese lugar, si hay suerte, es la cima a la que llegamos, sobre la inmensidad del gran angular de piedras, ibones y pinos de altura.

Sobra espacio en este cima, porque es ahí, en donde el oxígeno es más leve, en donde toma cuerpo la ausencia de quienes no han venido: Imanol, Joserra, Kepa, Aitor, Alberto, Ander y Gorka. Casi me parece verlos. Nos acordamos de todos ellos a tres mil cinco metros de altura, que seguro que ellos también pensaban en nosotros a esa hora.

El Norte se convierte en Sur y la cuesta en pendiente; el círculo se ha de cerrar volviendo sobre nuestros propios pasos. Se hace también exigente la bajada, en la que no hacemos exactamente el mismo camino. Mientras bajamos, Esther sigue capturando fotos en todas las dimensiones; en alguna aparecerá Alfonso con esa cara de tranquilidad con la que lo mismo afronta crestas que conflictos colectivos: ¡imprescindible!

El collado tienta con la subida a la Pequeña Facha, pero las fuerzas quedan reservadas para la bajada, que es más que la mitad del día. Deshacemos los neveros, descruzamos los saltos de agua y descendemos el barranco de Campoplano hasta llegar a la zona de alfombra herbosa que nos acompaña ya todo el camino hasta el refugio.

Momento entonces de sentarse, de repasar los pases del menú degustación que hemos tenido, y empezar a digerir la satisfacción de estar de vuelta. De repente, todos tenemos grandes jarras de cerveza en la mano y ganas de contar cómo nos hemos sentido. Creo que estar otra vez en el refugio hace que este tenga sabor más casero aún. Pero no nos quedamos, las sobremesas montañeras son en movimiento, y quedan aún horas hasta volver a la Sarra, en donde nos esperan los coches.

La bajada es larga, y no tiene mucho más que contar que la caída lateral de quien escribió “La Excursión” con 7 años, que embolsa con el exterior del muslo un inoportuno resbalón a unos pocos de cientos de metros de la llegada, ganándose dolor para varios días, que le hará recordar que hasta llegar a casa no debe bajarse la guardia, ni aun después.  

Ahora, y mientras sé que nunca hay una sola receta para subir, me da por pensar que no sabíamos a dónde íbamos, pero que, aun así, la montaña nos esperaba[1].

Ez nekeak!

Respomuso, 24 de junio de 2023.

Getxo, verano del mismo año.


[1] CANTARES

Todo pasa y todo queda/ Pero lo nuestro es pasar/ Pasar haciendo caminos/ Caminos sobre la mar

Nunca perseguir la gloria/ Ni dejar en la memoria/ De los hombres, mi canción/ Yo amo los mundos sutiles/ Ingrávidos y gentiles/ Como pompas de jabón

Me gusta verlos pintarse/ De Sol y grana, volar/ Bajo el cielo azul, temblar/ Súbitamente y quebrarse

Nunca perseguir la gloria/ Ni dejar en la memoria/ De los hombres, mi canción

Caminante/ Son tus huellas el camino y nada más/ Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Al andar, se hace camino/ Y al volver la vista atrás/ Se ve la senda que nunca/ Se ha de volver a pisar

Caminante, no hay camino/ Sino estelas en la mar

Hace algún tiempo, en ese lugar/ Donde hoy los bosques se visten de espinos/ Se oyó la voz de un poeta gritar/ Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Golpe a golpe, verso a verso

Murió el poeta, lejos del hogar/ Le cubre el polvo de un país vecino/ Al alejarse, le vieron llorar/ Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Golpe a golpe, verso a verso

Cuando el jilguero no puede cantar/ Cuando el poeta es un peregrino/ Cuando de nada nos sirve rezar

Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Golpe a golpe, verso a verso

Golpe a golpe, verso a verso
Golpe a golpe, verso a verso

Joan Manuel Serrat. 1969.

Antonio Machado. 1912..

Pasos a cuatro manos. Pic de Néouvielle (3.091 metros)

Quizá el Creador del Universo decidió tomar anticipadamente la idea humana de crear espacios protegidos para flora y la fauna y, así, dejó caer unas migas de materia primitiva en lo que más adelante sería la linde entre España y Francia. Y, a su modo indiscutible, hizo nacer los Pirineos, como más tarde Sir Stamforf Raffles crearía la Zoological Society of London en 1826.

Allí, entre piedras, minerales, rocas, sedimentos, florecillas que yo me agacho a fotografiar, lagos, sarrios, culebras y marmotas, un estornino amanece temprano en Oredon un 9 de julio; estira sus plumas, da dos golpes de pico y empieza su vuelo. Unos minutos más tarde, un par de vacas, un caballo y una mula espectacular, muy muy grande y con el pelo limpio y brillante, reciben la orden cósmica de salir al camino que acaba llevando al parking del lac d’Aubert. Van despacio, que ayer se quedaron hasta tarde jugando un Monopoly.

En Parzán, unos kilómetros más atrás (si es que “adelante” y “atrás” tienen sentido en el Universo que nos contiene) el grupo de despereza tras haber dormido mal, como corresponde a las vísperas de los días grandes. El desayuno va rápido, los humanos están acostumbrados a comer a hora fija y mesa puesta.

La escalada empieza en coche, para que sea gradual. En la carretera sortean con habilidad a los cuadrúpedos soñolientos, que se dejan engañar después de regatear un poco al grupo y obligar a que les presten atención. Sorteada luego la primera barrera, esta, artificial, los coches se quedan en el parking y los montañeros en el camino.

De los doce uno deja pronto el grupo. En un ejercicio de mala pata, ha metido la bota en un desnivel y se ha torcido el tobillo. Así, la escuadra queda en once, como un equipo de fútbol, a cuya imagen se despliegan también los papeles que cada cual ejerce: aquél de portero, guardando que nadie haga daño al grupo, ese otro de medio centro, repartiendo juego, aquélla, de extremo, avizorando por dónde se puede llegar a destino, otro más preparado para rematar cuando sea necesario… Como en un reloj, cada pieza se engrana para dar una hora única en un tiempo que pasa a su propio ritmo.

Casi tan estimulante como ver muy al fondo el pico al que el grupo se dirige es ir aprendiendo nombres nuevos, entradas en nuestro glosario pirenaico. Así, el collado de Ramoung se une a otros que están en nuestra memoria colectiva (Baysellance, Góriz, Sarradets, Bachimaña, Lliterola…) Allí se puede apreciar que la línea de nieve ha ido retrocediendo. El mundo se va a la mierda, y la pérdida de los glaciares es tan indicativa como la caída capilar que poco a poco nos visita para quedarse. La nieve es a estas montañas lo que el barro a San Mamés: garantía de jornadas míticas, que ya sólo perviven en conversaciones de txikiteros con Sintrón.

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Pero el buen Dios que modeló estos montes aún está por ofrecer alicientes a sus criaturas, y ha guardado para el grupo una lengua de nieve que se interpone entre la cuadrilla y la grada de roca previa a la chimenea, que deberá llevar a la cima.

Entre estimulados e impresionados, la marcha prosigue. Aitor cede sus trastos a Ritxi y a Ander; necesita aligerar peso para que la marcha sea más amable. Es sólo un reajuste, es un equipo el que sube, no se trata de once piezas sino de un mecanismo único. Hoy por nosotros, mañana también.

Ya que hablamos de nombres propios, detengámonos un poco en cada cual:

  • Alberto; líder espiritual del equipo, a quien todos escuchan y respetan. Además de subir, sabe contarnos historias de bellas montañas.
  • Ander; uno de los varios portentos físicos, cuya fortaleza nunca le hace desprevenido.
  • Alfonso; inteligente como un Gran Maestro, preciso, con fe y cuyo paso cercano no me falta ni en el monte ni fuera de él.
  • Aitor; que accedió a la condición de caballero de tresmiles en esta ocasión, y que tiene la virtud de que todos queremos tenerle cerca.
  • Esther; una de las novedades de este año, sube alegre como una niña ante una caja de bombones y resistente como la caja fuerte que guarda esos mismos bombones.
  • Gorka; conocedor de montes y nieves, cuyo humor no se despega tampoco de la vigilancia y defensa del grupo.
  • Imanol; en su año olímpico, desborda ilusión, ganas, música, risas y un sentido de la amistad que hace que contarme entre sus amigos sea un orgullo.
  • Javi: de paso poderoso y elegante, como un Federer metido a montañero, y a quien sólo un accidente privó de poder hacer completo un camino que con él hubiera sido más entretenido.
  • Joserra; navegante en mar de piedras, cuyo estudio y preparación hacen que el cuaderno de bitácora tenga las anotaciones más precisas.
  • Kepa; con quien todo empezó, y a quien tanto echo de menos cuando no viene; que camina y departe y siempre tiene palabras para todos.
  • Laura; con quien ya compartí la Mesa de los Tres Reyes, y cuya tenacidad se guarda en silueta de junco, flexible y fiable.
  • Ritxi; el “rey fuerte”, duro como las rocas que subimos y atento como las águilas que guardan los cielos.

Y así, tras el riesgo que tiene dedicar una frase a cada uno de mis compañeros, sigue la subida, buscando la chimenea que, por lo que cuentan, fue casi uno de esos pasos que se quedarán en la memoria del grupo, como la Escupidera, el paso de Mahoma o la rimaya del Vignemale…

A esa chimenea se dirige el grupo que, tras valorar otras opciones, decide pisar nieve. Así, se adentra en fila por la pendiente nevada, sin más ayuda que los bastones y la confianza en el viejo principio de «si el que parece que sabe, pasa, yo también»…

La nieve no está mal, pero es cierto que el cansancio ya hace mella, y que para algunas personas del grupo la situación es novedosa. Laura está intranquila, y alguno más también mira de reojo la cuesta abajo, haciendo el cálculo de hasta dónde podría llevarle un resbalón. Pero seguramente no hubiese pasado nada, porque la nieve está bastante blanda. Mejor no probar fortuna. En cualquier caso, Gorka quita hierro al asunto exhibiendo de forma peculiar su destreza en la nieve, colocándose a modo de parapeto a la par del grupo…y el grupo pasa sin ningún problema el último flanqueo horizontal (“que no se caiga Gorka, que no se caiga…”)

Pasada la pendiente de nieve, la grada de rocas da acceso a la chimenea cimera. En el mismo momento en el que el grupo cruza su umbral, hay una especie de catarsis y revelación colectiva. Imanol, a la cabeza, se mueve con la destreza y la rapidez de quien sube a deshollinar todos los días. Y lo mismo pasa con cada uno de los miembros del grupo.

Afortunadamente no hay nieve a la salida, y en un momento llega la estrecha cima del «tresmil», y brota de golpe el Pirineo, que, a modo de un desplegable para gigantes, se muestra bajo el sol del mediodía. Una a una, cada cima es reconocida y nombrada y fotografiada. Hay cordilleras más grandes, con cimas más altas, y con más renombre y prestigio, pero esta, la nuestra, resulta especialmente bonita.

Abrazos, Bebidas y Cansancio son el ABC de estas cimas (también las Fotos, pero no veo cómo hacer algo ingenioso con esa F). Esther y Aitor están en su primer tresmil, y para los demás, la emoción es casi la misma cada vez que se llega a uno de ellos. A todos les brillan los ojos. La caja de Pandora se ha abierto en algún momento, y ya nadie la quiere cerrar.

Así se hace el destrepe de la chimenea y así se alcanza el nevero, que se recorre en toda su longitud, deshaciendo la tensión acumulada de la subida. El grupo, cansado y feliz, se estira y reagrupa, una y otra vez sobre la nieve.  

Si Esther se cambia de camiseta para la foto en la cumbre, Joserra lo hace de calzado en función del piso que pisa. Si uno lleva gel de cafeína, otro lleva fruta deshidratada. Si yo bebo té, tú bebes agua con polvos isotónicos. Si tú vas de naranja, él, de blanco y aquél, de negro. Si este grupo es homogéneo, lo es por el respeto, el compañerismo, y la diferencia y personalidad muy marcada de cada uno de sus componentes. Lo cual es una virtud, una virtud en la montaña.

Cuando ya se intuye el final, en esa hora última en la que la percepción de cerrar el círculo es cada vez más fuerte, a unos les da por deslizarse por la nieve, como si estuvieran en Sapporo ’72, y otros por bordear por el camino el pequeño nevero, como si estuvieran en Pirienos ’22. Por nieve o roca, más lento o más rápido, con agilidad o con grácil torpeza (es decir, tanto de pie como rodando, según cuentan. Al parecer, de todo ello hay material gráfico protegido) Las caídas son reparadas con imprecaciones que nadie ha querido reproducir pero que, en todo caso, refuerzan el poder la palabra como principio de sanación.

Javi, el jugador número 12 de este equipo, aguarda junto al Lac d’Aubert junto a su flamante esguince. Ya todos reunidos, llega el momento de refrescarse por fuera, con agua de montaña y también por dentro, en la terraza del refugio de Oredon, escenario de luminosas fotos, teniendo la iluminación origen en las sonrisas de satisfacción del grupo.

No se acaba el monte hasta que se cena y se brinda, y así procede la cuadrilla. Además de las risas, comentarios y bromas habituales, este año se une la ceremonia de nombramiento damas y caballeros de los tresmiles. Esther, aún sonriente y Aitor, recuperado de los contratiempos, son ungidos por el piolet de Gorka, entrando así, de pleno derecho, en el club al que, en realidad, ya pertenecían, desde que iniciaron la subida.

Tras la cena, hay quien se retira y hay quien aún prolonga un poco más la velada por las escasas calles del pueblo.

Al doblar la última esquina antes de entrar de vuelta al hotel, el estornino madrugador al fin se posa de nuevo en el alero del tejado. La Academia, por boca de Imanol proporcionaría más adelante la explicación científica: “Female presence affects male behavior and testosterone levels in the European starling (sturnus vulgaris)

Y así, con omisiones y alguna alteración, debió ser esta subida al Pic de Neouville, en el que cada cual fue dueño de su caminar, pero sin olvidar que quien sube es el grupo, y que, por eso, yo hablo de pasos dados a cuatro manos. Así también se ha escrito este relato, sumando notas de unos y de otros, y con el añadido de mi observación, porque en realidad, aunque me tuve que quedar en casa, también estuve allí (por cierto, Aitor, perdona que me metiera en tu mochila esa mañana, la elegí al azar, de verdad …)

Pic de Néouvielle, 9 de julio. Parque Nacional de los Pirineos

Siempre el después. El Posets (3.369 m.) desde la Espigantosa

Los coches estaban en el arcén, se habían detenido al ver la señal, que alguien dijo que era de “carretera cortada”. Mi padre y mis tíos hablaban sobre si convenía o no seguir adelante y de cuál sería, si no, la alternativa para llegar a donde fuera que fuéramos. Supongo que mi primos armarían bullicio, y yo, como suelo y solía, observaba. Decidieron seguir, y a mí se me creó un pequeño agujero en el estómago, preludio de otros muchos. ¿Cómo íbamos a continuar por una carretera cortada?, aquello nos abocaba a despeñarnos por un profundo tajo en la calzada, según asumía mi entendimiento aquella literalidad. En cualquier caso, preferí permanecer callado y seguir con todos antes que hablar y decir lo que pensaba; apuntaba ya una característica mía que he ido perfeccionado con el tiempo, y que tiene su lugar en mi singular mochila.

Afloró de nuevo esa imagen este mes de junio. Dice Louise Glück, con la lucidez que se le presume a una premio Nobel, que “miramos el mundo una sola vez, en la infancia” y que “el resto es memoria”. Creo que eso explica el hormigueo que sentí cuando embocamos aquella carretera cortada desesperados por recortar minutos a google maps y llegar a tiempo a Eriste, al autobús para la Espigantosa. Nos habían obligado a desviarnos por obras y el tiempo perdido en Boltaña, sin pensar en la hora de llegada, pesaba como una deuda vieja.

Recorrimos aquella carretera cortada, primero recién asfaltada y sin obstáculos y luego entreverada de grúas, máquinas y obreros que nos miraban con sobriedad, como los baches y las grietas a las ruedas del Audi que nos llevaba. Finalmente, llegamos a tiempo y cogimos el transporte hasta la cascada a la carrera. A cambio, nos dejamos parte del equipaje en el coche.

(en el autobús voy pensando en cómo será la subida al refugio, en el peso de la mochila, en el camino al Posets que nos espera al día siguiente)

Nuestros compañeros, en otro coche que salía más tarde, no llegaron a tiempo para el último autobús. Hicieron el recorrido a pie, e igualmente acabaron llegando al refugio, ya tarde, cuando dormíamos en la habitación de seis. Comieron los bocadillos que les conseguimos en la cocina, y durmieron un poco menos, incluso, que nosotros.

A la mañana siguiente, la misma pequeña urgencia de cada año para localizar la ropa, desayunar, preparar la camel, … y ponerme las lentillas, que me permiten luego llevar gafas de sol para evitar el daño en los ojos. Como la experiencia no garantiza el acierto, cuando después de ponérmelas miro por el pequeño ventanuco del cuarto de baño me doy cuenta de que estas imágenes del presente resultan borrosas, pues me he puesto las lentillas al revés.

La subida por delante, tantas horas y tantos metros por delante, el desnivel, los crampones y el piolet, el agua, la ropa prestada. Me gusta esa sensación del día por abrir y la fuerzas por medir; las propias y las de quienes un año más forman este grupo variable que, siendo parte indisoluble también de todo lo que llevo cuando subo, no es carga sino arrimo que asegura y aligera el peso. También la ausencia de quienes no han podido venir este año está con nosotros.

La cena del día anterior (sopa, muchos macarrones, nuggets de lo que fuera, demasiado rebozados) sigue llamando a las puertas de mi estómago y me recuerdan que me dejé llevar por un temeroso y excesivo acopio de hidratos y proteínas pensando en el día siguiente. Un pequeño despiste de uno de nosotros me permite descansar un poco hasta que nos reunificamos, y a partir de ahí parece que todo es un poco más fácil. Seguimos, pues, hacia la Canal Fonda por el Camino Real.

Diez años después me sigue maravillando la dimensión de los paisajes, su variedad: la transición entre hierba y roca, el agua, la majestuosidad de los picos sin nombre, los espacios vacíos, las flores que sobreviven en altura a cambio de nada, la piedra que agarra, el camino que queda marcado por tantos como lo han pisado, nuestra capacidad para progresar.

Nevero

Llegamos al primer nevero. Hacemos el trabajo de ajustar bien los crampones, según lo repasado el día anterior, y de paso, liberar peso de la espalda. Llega el frío que se intensifica, la elección del camino y el continuar ganando metros, sin desprendernos de los pinchos cuando llega un tramo de piedra, que luego vuelve a haber nieve.

Al llegar al collado descubro la impresionante mole del Diente de Llardana. Tengo por costumbre no estudiar demasiado el recorrido ni ver muchas imágenes, para no perder capacidad de sorpresa, y el Diente se levanta imponente a nuestra izquierda, citándonos para una escalada imprevista que no puede tener lugar. El tiempo no parece que vaya a regalarnos nada, hay que pensar, una vez más, en el después, y asegurar el Posets. Habrá más ocasiones.

Diente de Llardana

A esta altura, y como otras veces, empiezo, y no soy el único, a sentir un pequeño mareo de altura. Pese a que da un poco de respeto, es bonito también porque dice dónde estamos. A partir de ese punto, empieza la cresta que creo que se llama “de Espadas”. Poco después, hay quien decide dejar la mochila para afrontar el último tramo y quien no.

Cresta

En esto tramos finales ya no es tan importante ir juntos. Arriba nos reuniremos. El camino es claro y las fuerzas variables; las ganas de cumbre, eso sí, comunes. Vamos negociando la cresta, a veces a sotavento y otras a barlovento; el viendo sopla fuerte a ratos y hay algo de patio, sobre todo a estribor, mejor plegar la arboladura.

Y de nuevo esa sensación cuando falta poco; los diez o quince últimos metros de frente al vértice de la cima; el nombre y la altura marcados con rotulador rojo que ya se distinguen. La niebla que impide ver nada que no sea esa llegada, como si fuera un faro sin luz en medio del océano de rocas y frío. La emoción casi infantil que aflora sola y las ganas de abrazar con cariño ese cilindro de cemento que nos dice que ya estamos.

La cima tiene más viento que espacio para todos los grupos que están o van llegando. En cualquier caso, compartimos esa satisfacción con quienes la alcanzan o ya estaban. Pequeñas conversaciones, te hago una foto, me haces una foto. Algún abrazo. Y hay que volver. Uno de los chavales que ha llegado en otro grupo dice “me quedo aquí un minuto yo solo y luego bajo”, y da mucha envidia. Otra vez Ochoa de Olza en mi memoria: “las cimas son nuestro abismo, son la medida exacta de nuestra intrascendencia, son solamente nuestro vacío”

(¿qué queda después de la cumbre?, ¿qué hay después que no hubiera antes?)

Mientras alargo la bajada con dos compañeros hasta Eriste, renunciando al autobús de la Espigantosa, no encuentro la respuesta, pero sé que, más que ganas de llegar, lo que tengo es deseo de seguir caminando.

P.S. Después de escribir este texto, demasiado largo para un tiempo de titulares, brevedad y prisa, me encuentro con esta frase: el proceso de creación narrativa es la transformación del demonio en tema, el proceso mediante el cual unos contenidos subjetivos se convierten, gracias al lenguaje, en elementos objetivos, la mudanza de una experiencia individual en experiencia universal (“García Márquez. Historia de un deicidio”, Vargas Llosa. Ed. Alfaguara. 2021)

Me queda la enorme duda de si subir y contarlo son, en mi caso, la misma y vacía acción. La misma y vacía pasión.

La cumbre en blanco (el Perdiguero por Literola)

Nada nos obliga a ir una vez al año a Pirineos. No es una necesidad. Es un deseo sin cuya realización podríamos vivir; así pasa con los deseos: hay quien vive sin tenerlos y, ¡ay!, quien no persigue cumplirlos y ahí está a veces la raíz de una vida sin sobresaltos, si es que tal cosa puede llamarse vida.

En todo caso, esta práctica empezó hace ya años y la mantenemos. Supongo que cada uno lo vive a su manera, pero tampoco puedo estar seguro; al fin y al cabo siendo hombres en cuanto al género y vascos por el origen no se puede esperar que intercambiamos confidencias e intimidades en torno a la mesa llena de comida y bebida que nunca falta al final de cada excursión.

Para mí cada expedición tiene algo de hoja en blanco, una superficie en la que se van escribiendo líneas que empiezan buscando la siguiente y que acaban en torno a esa mesa de la que acabo de hablar, ya la letra un poco titubeante entre el esfuerzo y, en este caso, el Somontano.

Cada subida es una historia que se despliega también en el interior. Al ir haciendo el camino uno lleva una mochila de ropa y comida y otra, íntima, con sus pensamientos. Y entre las rocas, praderas e ibones suele surgir un hilo que recorre el perfil de la etapa. Suele pasar que cuanto más cargado subo más denso es el relato que se va imprimiendo.

Este año, sin embargo, no terminaba de llegarme el argumento mientras subía, ni tampoco semanas después hay una idea que se haya ganado un espacio suficientemente grande en los borradores mentales. Donde otros años había pensamientos e imágenes que entrechocaban en la bolsa cargada a la espalda, este año había otro silencio, una desocupación de obsesiones o anhelos, como si simplemente el equipaje fuera de forros polares y chocolate.

Es curioso como a veces uno echa en falta el peso de la mochila, como esa cita que encabeza el blog  Zubero y que dice, más o menos, que cuando nos quitamos la mochila no nos enderezamos enseguida porque era ese peso el que nos daba el equilibrio.

Y con esa desorientación subía y tal vez por eso mismo prestaba más atención a mis compañeros de esta subida anual: Sigue leyendo

El paso del Portillón (Aneto de ida y vuelta)

Ni el marco ni la moldura, es el vano lo que en la puerta habilita el paso.

El vano es espacio libre, lo demás son sólo límites, o, lo que es lo mismo, adornos. Cruzamos porque hay vacío, sucede porque hay espacio.

De pronto son años ya en los que un fin de semana está lealmente consagrado a los Pirineos; entre cada subida pasan las estaciones, y entre aquella primera al Anie y está al Aneto los hechos se acumulan, superponen y a veces se confunden. Bromeamos de camino sobre cómo era mi mundo hace seis años y sobre cómo podría ser en los seis siguientes, cuyo mapa, a diferencia del que nos espera para subir, no se puede descargar de ninguna página, ni siquiera de ésta que lees.

Nunca pasamos de un lugar a otro, de un estado a otro, de una condición a la siguiente sin roces ni heridas; no somos los mismos que éramos antes de cruzar. Voy esta vez con poca información, algo he leído, que el camino es largo, que puede ser tedioso, que requiere fortaleza mental, que hay pasos que atravesar. Me basta ahora con eso y con sentir que esta vez no pueda venir K., con quien todo esto empezó. Hago camino al andar.

(c) JR

Unimos la Besurta y la Renclusa a nuestro pequeño índice toponímico en el que ya se encuentran Panticosa, Gavarnie, Soaso, Góriz, Ossue o Baysellance

Salimos pronto, antes aun de lo que se entiende por llegar tarde una noche. Junto con el calor que esperamos, sé que también en las primeras rampas, en la primera hora, viene ese miedo indefinido que muerde el estómago por dentro. Es, también, ese instante en el que soy una pequeñez llena de vida en medio de paisajes tan grandes.

Hay que localizar el modo de pasar la cresta de los Portillones. No se trata de descubrir pasos inéditos, sino tan solo de localizar el que todas las guías y tracks señalan para el número creciente de montañeros. Pasamos un tramo mixto, de nieve y roca sin desprendernos de los crampones y experimentando entonces las dificultades de pisar la piedra con puntas de acero, como quien quiere bailar un tango con botas de esquí.

Prácticamente en todas las ascensiones hay un momento en el que hay que hacer un gran giro; una finta evidente y cambia el rumbo de la marcha. Ese punto es crítico para llegar al fin. Ese punto, en esta subida, es el Portillón Superior. Al modo de «una puerta que nunca encontré» la cresta dibuja un paso, delimita un trazo de aire limpio entre dos pequeñas moles y, al dejar libre y vacío ese espacio, al dibujar el hueco haciendo de límite para señalar lo que no puede ser ocupado, habilita el paso. Lo que importa es el vano, no la puerta.

Portillón Superior (c) JR

Vestidos de exploradores de lo conocido subimos el tramo anterior y tras negar brevemente el vacío, descendemos sus grandes escalones irregulares, su escalinata salvaje, su relieve de gráfico descendente, de pérdidas y números rojos. Y así por arte de creerlo posible, llegamos al glaciar que algún día, no muy lejano, desaparecerá.  Desde allí, un largo camino con la cima a la vista. El Aneto se recorta con forma de pirámide, dibujado por una mano infantil. Tengo experiencia y sé que cuando estemos subiendo esa pendiente, al estar dentro, parecerá menos.

Caminar, beber, caminar, beber. No dejo en esta ocasión mucho sitio a las fotos; pocas concesiones a lo que no sea ir ganando metros. Hay una pregunta que cargo en mi espalda y que no podré resolver hasta llegar a la antecima, ¿cruzaré el paso de Mahoma? Mi manera de poder contestar es enviar la pregunta a mi yo de dentro de dos horas, como quien escribe a su futuro. Mientras tanto, voy a mi paso, no al de otros.

Collado de Coronas y ascensión final. En realidad es reconfortante ver que la experiencia a veces no vale una mierda, como así sucede cuando esa rampa que se perfilaba dura resulta ser aún más difícil. Como montañero sugestionable que soy, esa verticalidad me lleva a pensar en que, en mi medida, experimento algo similar a quienes suben montañas en el Himalaya. No es tanto que la inclinación te niegue el paso sino que te obliga a desearlo y, así, ganarlo.

(c) JR

Llega la final de la remontada y ahí está el Paso, delgado como el filo de un cuchillo pero sólido como los cimientos de un sabio. Como el negativo de un portón, esta vez es el camino el que se ve dibujado por el vacío a cada lado. Puedo cruzar porque el aire sostiene la pasarela de piedra. Así son a veces las cosas a tres mil y algo metros de altura.

Por fin, esos pocos segundos previos a pisar la cima en los que el cuerpo experimenta un pequeño clímax, una íntima satisfacción nueva cada vez que se está a punto de llegar por la que uno, después de tanto querer tener, se siente poseído. El mejor momento es estar a punto de llegar. Recuperada la conciencia, hay unos minutos para experimentar que estamos ahí, que hemos llegado.

Luego, volver, bajar. Aterrizar. Y saber que no ha sido en vano el esfuerzo sino que, más bien, ha sido en el vano del Paso en donde hemos abierto un nuevo camino. Como dice la camiseta de I. (yo tengo una igual, él me regaló) no hemos conquistado la montaña, sino a nosotros mismos.

Aneto, 29 de junio de 2019.

Cenamos en la planta de arriba de un pequeño restaurante. Hay un intercambio intermitente de miradas con una mujer rubia que cena un poco más allá. Finalmente, ella y su pareja bajan por la escalera (por su hueco, claro)

N. del A.

La idea del vacío como espacio que existe, tanto o más que la materia, la explica mucho mejor Bernado Atxaga en un artículo dedicado a Jorge Oteiza publicado en Jot Down Magazine, en mayo de 2019: https://www.jotdown.es/2019/05/in-memoriam-jorge-oteiza/

Viajo varias veces al año desde Pamplona a San Sebastián, pasando por la zona donde, cerca de Irurtzun, se levantan dos peñascos de las mismas características, dos torres de piedra que en castellano reciben el nombre de «Dos hermanas», y en lengua vasca Aizpitarte (‘entre dos rocas’). Para Oteiza es un ejemplo, un ejemplo más, de las diferencias entre la cultura latina, que nombra lo que ve, y la vasca, que señala lo que falta, la presencia de la ausencia, el vacío. Naturalmente, no importa que sea una fantasía, como fantasías son las estrellas anunciadoras de acontecimientos, las montañas de oro y, probablemente, los dioses a los que se reza en Agina, Arantzazu y todos los demás templos del mundo. Lo que importa es que, como los números raros que no designan nada real pero que permiten la existencia de todos los demás y, por lo tanto, su operatividad, el conglomerado metafísico que llevamos en la cabeza sirva para mantener en movimiento la rueda de la vida, de una vida con un nivel más alto de existencia, cada vez más bella y justa.

 
 

Espadas como tallos. El Vignemale.

De vuelta del circo de Gavarnie, me hablaba mi compañero K. de la naturaleza y de quien en Polonia nació como Józef Konrad. Cada uno tiene sus preocupaciones (también yo) y parece ser que las suyas tenían que ver con la fuerza de los elementos naturales, señaladamente con las relacionadas con los océanos, pues no en vano él dedicó (he devoted…) parte de su vida laboral a la marina mercante inglesa en la cual, supongo, pasaría muchas tardes de tedio, como nos ocurre a los demás.

Me señaló entonces una flor que había logrado sacar su tallo, sus hojas y sus pétalos (no sé si en este orden, tal vez no) atravesando un muy estrecho hilo de tierra que quedaba entre dos adoquines de la acera. Fue ése el ejemplo que vino al caso de la lucha de elementos que nos rodea sin que seamos conscientes. Una lucha en la que, esta vez, la vida animada de una pequeña planta se imponía a la capa muerta con la que tantas veces nuestra cultura lamina la tierra que se nos dio.

Elementos (c) JR

Qué lucha sorda se desatara para que esa pequeña flor tuviera su sitio, qué azar la hizo victoriosa, qué memoria quedará de ella cuando un perro (otro elemento, al fin de la vida) orine sobre ella o la mordisquee, son contingencias que no conocimos en su momento, ni se nos darán a conocer.

Así nosotros, en número de seis y perteneciendo todos a la especie humana, hicimos cumbre en el Vignemale, a 3.298 metros sobre el nivel de un mar que un día Conrad (ya plenamente inglés, habiendo mutado la angulosa K por una sobria C en el inicio de su apellido) navegó.

Lo que va quedando de toda esa subida lo veo recogido en fotos y en conversaciones. Y en ellas es difícil ver, e imposible sentir, el cansancio, el peso de nuestros cuerpos, las dudas y el placer.  Faltan en esos relatos la circunstancias de temperatura, sudor, sufrimiento y suerte que me acompañan. La desconexión entre la voluntad y el movimiento de mis piernas. La conciencia de que nuestros huesos y músculos son parte de nuestra defensa, pero también pueden serlo del peso que haga mortal el golpe. El jadeo impuesto. La certeza desnuda de la evidente fragilidad del cuerpo humano en medio de un glaciar.

Me faltan incluso palabras y conceptos (tal vez es que me falta vocabulario o pensamiento) para poder describir lo que sucede esos días. Y no es que sean extraordinarios, es que creo que incluso lo ordinario es tan difícil que contar que no sé si vale la pena intentarlo.

el molde del vacío

Nadie está en su sitio. Ascenso y descenso en el Monte Perdido.

Es más una certeza, tal vez una convicción, que algo puramente intuido: nadie está en su sitio. Y a veces añadiría «ni quiere estarlo«.

Mira la señora – casi siempre lo son – que primero barre y luego baldea el portal; al cruzar la línea de la calle igualmente cruza su mirada con el hombre de camisa arrugada que ese día pidió permiso para ir al médico, para contarle algo que no quiere, y que de nada valdrá. Esa mirada, encontrada otro día, a otra hora, en otro lugar, dejaría más limpia la salud del hombre, limpia como el portal barrido. Otra mujer, que nunca supo conducir, mira con asombro la maniobra de aparcamiento en la que un conductor roza limpiamente el coche de atrás.

Todos han salido de casa, de una casa, de la suya, de casa. El profesor piensa que las dos grandes preocupaciones de la humanidad han sido levantar casas para guardar cosas y averiguar cómo disimular los malos olores. De camino a la consulta lo piensa.

¿Es una casa, la casa, el sitio al que uno acaba volviendo? Yo creo que no, porque en tal caso la mía serían los Pirineos, a los que cada año acabo volviendo. Vaya donde vaya, también en estos montes, siempre me encuentro con gente que vuelve, que va en otra dirección. Nadie se está quieto. Nadie está en su sitio. Me pregunto si será que nadie ha llegado.

Ordesa (c) JR

Desde hace meses estaba dibujado el objetivo de este año; si el pasado fueron los Picos de las Infiernos, este año tocaba el Monte Perdido. Y es que, tras los infiernos, ningún otro sitio mejor para ir que alguno que esté perdido, como el paraíso y la infancia.

Dos días de ruta, el primero de Torla al Refugio de Góriz; el segundo, ya se vería. La previsión de lluvia ligera se cumple, y cargados más que nunca con las mochilas abrimos camino por Ordesa. En otras circunstancias, que deben darse por perdidas, recorrí parte de la misma senda hace muchos años, un día de verano. Nunca es uno el mismo que hizo igual camino antes, pues si lo hizo, desde entonces cambió, tal vez buscando un sitio, su sitio, el sitio.

Clavijas de Soaso (c) JR

La cascada de la Cola de Caballo, tras las gradas de Soaso, pone fin al paseo para turistas e ingenuos. Se plantea una decisión ya tomada de antemano; remontar la pared a través de las clavijas o superarla a través de «las zetas», también llamadas senda de los mulos o de los machos. Subimos por las clavijas, hoy afortunadamente cadenas de herrería sólidamente arriostradas a la roca. Desde allí, como quien ha subido de división, queda un cómodo tránsito hasta el refugio de Góriz.

El refugio es viejo, feo y acogedor. Habitaciones en las que se apilan los que van de ida o de vuelta (el que está aquí tampoco está en su lugar), poca luz y ventanas mal cerradas. Tres pisos de literas corridas y tres platos en el menú de la cena. Demasiadas fotos de la escupidera nevada en las paredes y, tras la cena, duelo de ajedrez entre dos de nuestros compañeros. La vocación de las piezas, también aquí, es mudar de escaque; cuestión de supervivencia. Sigue leyendo

La ley leve de la gravedad (Picos del Infierno)

Hará cosa un año el hijo de uno de mis primos preguntó qué pasaba si se caía al suelo un bote de tomate concentrado. Tras un instante de suspense él mismo respondió que en tal caso el tomate perdería la concentración.

Caer o no caer suele ser una cuestión de resistencia, a veces de rebeldía: no en vano se trata de enfrentarse a la ley de la gravedad. Así visto, la norma tiende a provocar la caída porque confiere al suelo y al abismo el poder de atraer hacia sí cualquier realidad que no esté a ras de tierra.

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Vigía (c) JR

Esta lucha de contrarios sirve para explicar el intento de alcanzar una cima, de escalar una montaña. Este año se trataba de un segundo intento en los Picos del Infierno tras haber abandonado el año pasado en medio de una tormenta que nos hizo ser objetos perdidos.

Lesionado como había estado durante buena parte de la primavera por el desafío de un salto innecesario y su posterior caída, soy aún más cauto que de costumbre al calibrar mis posibilidades de éxito. Quizá por eso durante el ascenso desde Bachimaña me abismo pensando en cómo seré yo durante la subida, me concentro para encontrar cualquier rastro de amenaza. Me empeño en subir.

Mi cuerpo contiene mi energía, y pienso que si «mantener» – como escribe Erri de Luca – es un verbo precioso que significa tener en la mano, «contener» también lo es porque dice que mi fuerza está con mi cuerpo. Pienso también en la posibilidad de caer, en la necesidad de resistir con mi levedad el dictado de la gravedad.

Se suceden los hitos, cruzamos con crampones un primer nevero y rebasamos la cota que el año pasado alcanzamos. Enseguida estamos en el collado: el ibón y el Pico de Tebarray a la derecha, los Infiernos por la cresta de la izquierda.

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Tebarray (c) JR

Trepar concentrados, ser animales que emplean pies y manos para vencer la altura. Hasta que llegamos a un nuevo nevero que parece sin estrenar. Remontarlo ofrecerá el premio de alcanzar el inicio del último tramo. Con cuidado, en alerta a nuestro equilibrio y al de quien nos precede y al de quien nos sigue; el resbalón de uno sería el de los cinco, ya que aunque avancemos como individuos pertenecemos a un mismo equipo.

El premio resulta ser un desafío, un nuevo punto de partida. Cruzamos la cresta y a nuestra izquierda se abre una senda mínima, una faja pegada a la montaña con pasos estrechos que nos hacen elegir piedra antes que vacío y, así, vencer el cuerpo hacia la montaña. Las mochilas abultan nuestro perfil y ocupan más de lo que quisiéramos. Tropezar, resbalar, deslizarse podría ser grave, así que en ese trecho nuestros sentidos son más agudos. De nuevo rebasamos cotas alcanzadas, esta vez en exigencia. A veces notamos leves mareos, quizá pequeños desarreglos en la tensión que no podemos considerar graves.

La montaña es individual, primera persona del singular. Pienso de nuevo en Erri de Luca, descubierto este año, que dice que dos no es el doble, sino el contrario de uno, y con ello escribe 18 cuentos y un poema. En algunos pasos las decisiones (tal vez los deseos o las intuiciones) no coinciden y elijo trepar un poco más a la izquierda que el resto. Ya nos reuniremos más arriba. Mi camino resulta esta vez acertado y progreso hacia la pirámide que protege la cima. Un poco más arriba, con mis compañeros a la vista, giro a la derecha sin saber muy bien qué busco. Contemplo la espalda del Garmo Negro, mis pensamientos vuelan y pasa el tiempo.

Me vuelvo esperando ver al resto y no hay nada ni nadie. Debo haberme quedado dormido, traspuesto, concentrado, extasiado. Pero son casi 3.000 metros y no parece conveniente quedarse solo. ¿En qué momento he dejado el camino marcado?

En este caso, la dirección es clara. Se trata de subir lo más alto posible, da igual por dónde. La meta está arriba. Y así, perdido, me encuentro con las sensaciones de ser yo, de no tener nada, de respirar, sentir los latidos de mi corazón y buscar solamente el siguiente apoyo. Es la paz que ofrece la montaña, el paraíso (de estar) perdido.

Al cabo de un rato, que se revela corto al acabarse, los pequeños puntos de la expedición aparecen más abajo y reestablecemos contacto visual. Ya da lo mismo por dónde subir, nos veremos arriba. Percibo la extrañeza de ir el primero hacia la cumbre estando en peor forma que el resto. Pero lo acepto. Llegaré yo solo, aunque haya subido acompañado.

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Pico Occidental (3.073 metros)

La cima del Pico Occidental (3.073 metros) decepciona como lo suelen hacer los logros. Puedo saber que es la cumbre porque alguien lo dice, pero no hay símbolos, hitos ni placas que confirmen, salvo una piedra humildemente dedicada a la paz mundial. La cima del Pico Occidental (3.073 metros), no obstante, compensa con creces la subida porque mientras estoy en ella, es el centro mismo de los Pirineos y, por tanto, el mejor observatorio del mundo conocido.

Ya agrupados disfrutamos del primer objetivo de la jornada, casi cinco horas después de haber iniciado la marcha. Tampoco hay tiempo para mucho más: hay que cruzar con cuidado la Marmolera, asombrarse de su patio y alcanzar el Pico Central (3.082 metros). A diferencia de lo que sucede con otras experiencias, obtener una nueva satisfacción en tan corto espacio de tiempo (apenas unos minutos) no supone doblar el placer sino sólo un ligero incremento del mismo.

Decidimos que es la hora de bajar. La ruta elegida es la del collado de Pondiellos, más pendiente y más breve que la que hemos traído. Elegir camino, en parte por la existencia de neveros, no resulta sencillo. Optamos por la izquierda y, cada vez más a la izquierda, hasta llegar a una canal estrecha. Pienso que si está ahí es porque es posible descenderla, y me pongo a la tarea abriendo camino. Cada escalón resulta complicado y no mido bien la dificultad, sólo pienso en que más adelante será un poco más sencillo. Algún paso es difícil y lo celebro con resbalones, forzando más de lo necesario. Me parece más sencillo continuar que reconocer el error y deshacer el camino; demuestro que la perseverancia no siempre es una virtud.

Llego abajo, al último nevero de la jornada y grito hacia arriba que no es buen camino. Para mí pienso que el retroceso hubiera sido una buena opción. Los demás dan la vuelta.

Convencido de haber hecho lo más difícil, de nuevo me pongo los crampones y empiezo a perder altura poco a poco, buscando llegar a la huella que atraviesa la extensión de nieve. Sin llegar a avanzar demasiado pierdo concentración y apoyo y resbalo: me deslizo y me detiene el impacto de mis botas contra una roca. Trato de remontar para recuperar el piolet perdido y vuelvo a resbalar; consigo un nuevo golpe en el mismo sitio, un poco más doloroso esta vez.

Y me quedo allí, náufrago en una pequeña isla de rocas, rodeado de nieve.

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Negra espalda del Garmo (c) JR

Como un buque fuera de ruta, Robinson avista una montañera que se acerca y presta sus bastones para una tercera intentona que esta vez, siquiera sea por el orgullo, resulta fructífera. Ya solo me queda atravesar el nevero y esperar la reunión con mis compañeros.

A partir de entonces sólo queda bajar y bajar. Descender, rendirse a la fuerza de la gravedad para volver a tierra firme y asumir de nuevo la rutinaria condición de ciudadano. El descenso es muy largo y sólo lo distrae la necesidad de buscar los hitos que señalen el regreso y el dolor creciente en el tobillo.