La épica de los perdedores no tiene el mismo atractivo para todos. Como le sucede a un bebedor de vodka con naranja en un mundo dominado por gin-tonics de pepino, el que pierde recibe miradas de conmiseración de quienes le rodean. Es cierto que las palabras de aliento son más calurosas para el que pierde que para el que gana pero también es verdad que la mayoría quiere estar y hablar con el ganador: es el imán que tiene el triunfo. Y, no obstante: ¿quién quiere pertenecer a esa mayoría?
¿Hasta dónde se puede llegar?, ¿qué color tiene la raya que delimita lo que puedes de lo que no puedes?, ¿quién la sabe reconocer?
Siempre se habla de la bonita historia de superación del que ha ganado, de su infancia difícil, de los enormes sacrificios familiares para apoyar su pasión, de cómo ha superado lesiones y adversidades, y así se crea la falsa sensación de que el victorioso tiene una historia más bonita que el derrotado, cuyo relato desconocemos. Nos consuela pensar que, al menos en el caso de los otros, el mérito y la virtud tienen recompensa, algo así como pensar que la justicia existe.
Éstas son cosas que a ratos vienen a la cabeza cuando subo un monte, un monte difícil como es el Garmo, mi primer tresmil. Nunca había tenido tantas dudas de si conseguiría llegar a la cumbre o no. A mi preparación le había faltado un poco más de intensidad en el período final, el pronóstico de tiempo amenazaba lluvias y la necesidad de utilizar por vez primera crampones y piolet por la abundancia de nieve aumentaba mi tradicional inseguridad.
Son las siete de la mañana, ya hemos desayunado y estamos preparando las mochilas y viendo cómo llevar todo lo necesario, pero sólo lo necesario: ¿cuánta sed voy a tener?, ¿cuánta hambre?, ¿qué hago con la cámara?, ¿cómo guardo el piolet? La senda pica hacia arriba desde el inicio, y así sigue hasta el final. Voy abriendo el camino a un ritmo ágil pero cómodo y enseguida rompo a sudar. Identifico perfectamente la silueta del Garmo que la noche pasada me descubrió el guarda del refugio. Mejor no pienso en las cuatro horas que hay por delante y, sobre todo, en si ponerme los crampones será tan difícil e infructuoso como ponerle cadenas al coche. Tengo la cabeza puesta más en lo que va a venir que en lo que viene: ¿podré subir? Mis compañeros van bien, ligeros y convencidos.
Hacemos paradas cortas, vamos aligerando bebida y comemos alguna cosa. Por mucho que me empeñe en no mirar hacia arriba, la nieve se va acercando y el momento de poner las cadenas también. Y llegamos, vaya que si llegamos, imposible subir sólo con botas. Liberamos los crampones y nos los empezamos a poner. Cuando mis dos compañeros ya han salido y empiezo yo a andar no hago más de dos pasos antes de que se me suelten los malditos cacharros. Miro a mi alrededor, pero no, aquí no hay nadie que tenga que ayudarme, soy yo el que tengo que resolver la ecuación, como si fuera un adulto. Al final, veo que me he saltado una de las anillas, la coloco y sí, empiezo a subir por la nieve. Es una sensación extraña, nueva y agradable, los dientes de la suela se clavan en la nieve y permiten avanzar. A ratos me acerco al resto de la expedición, pero siempre acabo perdiendo unos metros, mi ritmo es otro, mi límite tal vez sea diferente.
Paramos y nos reagrupamos en el collado del plátano. Reponemos algo de fuerza y sin perder mucho tiempo en disfrutar del panorama afrontamos el último tramo nevado, el que tiene más pendientes. De nuevo me quedo un poco atrás. Doy diez pasos y cojo aire, otros diez y vuelvo a coger, diez más, con el piolet siempre en el lado de la montaña, como he visto que se hace en los vídeos de youtube. Al rato, se abre una caída bastante grande a la izquierda, una especie de enorme boca de hormiguero, parecida a la que he visto en alguna película con hormigas asesinas, solo que ésta está helada. Una caída no sería peligrosa, pero mejor no pensar en lo que puede costar remontar esa pendiente. La puntera del crampón izquierdo, que ya iba un rato cabeceando, termina de soltarse y, en el paso siguiente, se sale el crampón entero. ¡Cómo para parar a ponérselo! Pero tengo suerte y apenas quedan cincuenta pasos más hasta llegar al collado que une el Garmo con Argualas y en el que de nuevo el suelo es sólo de piedra: se acabó la nieve.
Dejamos las mochilas, hacemos alguna foto de escasa calidad y pensamos en afrontar la cresta, dicen que es bonita. A cola del trío empiezo a subir, a ratos con ayuda de las manos. Tengo algún calambre en las piernas, pero espero no tener que pararme. El paisaje es bonito hasta el límite de lo insultante, pero entre subir y terminar o disfrutar, prima la subida. Poco a poco, se va acercando el final, ése que siempre tiene un punto de decepción, ya debemos haber superado los 3.000 metros. K. dice «heldu gara», es decir, «hemos llegado», y lo dice mientras todavía andamos y quedan unos metros, y acierta, sólo cabe hablar de la meta cuando estás aún en movimiento. La cima es estrecha, y los ojos buscan más y más montes, más y más nieve, más y más premio; quisiera tener de verdad memoria fotográfica y guardar ese regalo en la cabeza. ¿Quién ha hecho todo esto? Mezclado con el respeto de estar tan alto, de ser tan alto, aparece también la íntima satisfacción que da haber logrado algo por completo inútil. Hay que bajar.
Desandamos el camino hasta el collado y allí comemos. De nuevo nos calzamos los crampones y me lanzo hacia abajo, disfrutando del paso blando que proporciona la nieve acosada por el sol. De nuevo el piolet al lado de la montaña. Bajo y bajo y no hace falta parar para tomar oxígeno. Me caigo más de una vez y clavo el piolet para no deslizarme más. Paramos para hacer alguna fotografía más. Llegamos al final del nevero y recuperamos los bastones que dejamos junto a una roca y parece que ya queda poco.
Bajamos, bajamos, bajamos. Y las rodillas empiezan a sufrir. I. coge agua de un riachuelo que cae fuerte y helado y, con un poco de aprensión, la pruebo. A las tres y media ya estamos de nuevo en el refugio, frente a dos enormes jarras de cerveza y una coca-cola con doble de azúcar.
Ya está, hemos vuelto. El mundo seguía ahí, por mucho que durante unas horas hayamos estado en otra dimensión, en realidad, nada ha cambiado: ni la cita pendiente con el dentista, ni la llamada de teléfono en cuyo contenido prefieres no pensar, ni el miedo – siempre el miedo – de que las cosas cambien como inevitablemente cambiarán. Pero ahí atrás queda el Garmo Negro, y todos los Pirineos que desde allí hemos visto. ¿Quién los ha puesto ahí, quién los ha puesto así?
Frente a la coca-cola, en la ducha, en la gasolinera, sigue sin respuesta la teoría de los límites: ¿hasta dónde se puede llegar?, ¿dónde empieza lo que soy y lo que no soy? y yendo un poco más lejos y un poco más alto otra pregunta revolotea como las mariposas en el estómago ¿me tiene que decir alguien cuál es la frontera que no se puede pasar?
Garmo Negro. 3.051 metros. Balneario de Panticosa.
P.S. El título tiene su sentido, claro. Días antes de ir las previsiones mayoritarias hablaban de muy posibles tormentas. Y en alguna conversación con K. hablé de titular así esta entrada. Nunca hasta ahora había oído la canción. Era una imagen sugerente: jinetes cabalgando en la tormenta. Tan sugerente como evitable.
Finalmente no llovió, pero, como los buenos periodistas, no estaba dispuesto a que la realidad estropeara mi titular. Hasta ahí sí que no podíamos llegar.