Ha madrugado como siempre y está de pie esperando en la parada, una mañana más. Pero sucede que en días como alguno de estos últimos, en los que amanece lloviendo y aún no ha salido el sol a la hora de coger el metro, el andén de la estación (sin una razón clara) se transmuta en un instante en pasarela de acceso a un transbordador espacial. Se abren las puertas de la unidad y la ropa de oficina de nuestro hombre deja sin ruido paso al traje de astronauta. Jamás hubiera pensado él en acceder a este oficio tan alto: le faltan para ello centímetros de altura y le sobran, por el contrario, dioptrías en sus ojos. Y, sin embargo, al traspasar la puerta, y antes de que cesen los pitidos que avisan de su inminente cierre, él se encuentra ya flotando entre cuerpos (algunos) celestes.
Sin ser muy consciente del modo de acceso a este nuevo universo paralelo que ha experimentado (son cosas, seguramente, de los cambios en la fuerza de la gravedad terrestre) se ve rodeado de soles, planetas y estrellas cuyas formas imitan siluetas femeninas, si bien que matizadas por la envoltura de las ropas. Se acomodan poco a poco sus ojos al nuevo paisaje galáctico y va distinguiendo con más precisión cada forma y cada color. Flota en el ambiente suave y lácteo de una Vía por la que la nave avanza hacia su oficina. Distingue perfectamente caras y cuerpos y detrás de su escafandra puede examinar con más detalle y menos vergüenza que de costumbre aquello que sus ojos ven.
La variedad de imágenes es grande, inagotable, sorprendente. Cada peinado es distinto, cada maquillaje, cada par de botas. Una de las pasajeras parece haber ido recientemente al peluquero y debe haberle dicho “anda, córtame así, de esta manera que es como a mí me gusta, de forma que cuando él me vea se le forme un remolino de nostalgia en el estómago”; más allá otra debió decir en su última visita “busca un corte nuevo, que dé a entender a quien me vea que yo soy hermosa y agradable pero inalcanzable” o tal vez le indicó “mira: hazlo así, para que quien me vea piense en la gracia y el limpio encanto”. Unos asientos más lejos, sin embargo, la pasajera debió decir “péiname de cualquier manera, no importa, yo me ocuparé de que, además, también mi ropa haga que ni una mirada se pose en mí”. Él se alegra de que, dentro de su casco espacial, su escaso pelo apenas tengo opciones para elegir cómo ser arreglado.
Mientras sigue en órbita hacia su trabajo, puede admirar la dispersa variedad de calzado que las demás tripulantes de la nave llevan: botas altas y bajas, con mucho o con muchísimo tacón, más ancho o más estrecho, algunas con algo que simula ser calcetines asomando por encima, zapatos de toda clase: bajos, abiertos, feos y bonitos, con hebilla y otros que él no sabe definir pero que alguien con más conocimiento diría que tienen estilo particular porque son cerrados, con tacón y cremallera (jamás ha podido el hombre entender tanta imaginación para algo tan pequeño). Subiendo despacio la vista en muchos casos aparecen las medias, en mayor o menor medida de exposición, algunas en todo su esplendor: llanas, agudas y, algunas, hasta esdrújulas. El hombre piensa que, pese a que no estén por completo a la vista, las medias establecen una frontera entre las mujeres que brillan y las que no y, por eso, con sus palabras torpes viene a pensar que ahorrar en medias es invertir en mediocridad. Sigue leyendo