Maquereau debe ser verdel, cuando menos su aspecto es muy parecido; turbot es rodaballo, eso seguro, me quedé con ese nombre hace tiempo; morue es bacalao aunque se me olvida de vez en cuando, y no será porque no me guste; y luego hay otros que son más fáciles de retener: crevettes, moules, huîtres, …
Tiene mucho de empeño absurdo tratar de memorizar los nombres franceses de los pescados, sin embargo, su cuidada presencia en los puestos del mercado de Biarritz ejerce sobre mí un atractivo que no voy a negar. Tal vez sea el orden con el que están correctamente clasificados por especies, sin tocarse unas con otras: algunas en cajones de plástico, otras sobre el hielo picado que cubre el mostrador. Así, queriendo aprender sus denominaciones, puedo pasar más tiempo viendo este paisaje marinero forzosamente exiliado tierra adentro.
Y siendo absurda esa afición, lo es más la de quedarse encerrado en el mercado a partir de su cierre al mediodía. A la una en punto los vendedores comienzan a retirar con cuidado la mercancía, a quitar el hielo de los mostradores (primero lo deshacen un poco más dándole golpes secos con el perfil de las cajas del mismo pescado) y ya dejan de prestar atención a los clientes de última hora.
En esos momentos resulta sencillo quedarse acurrucado en cualquier esquina y esperar con paciencia a que caiga el sol. Entonces, y si uno no hace mucho ruido (también los pescados franceses odian las perturbaciones sonoras) es posible introducirse en las cámaras frigoríficas y observar la vida secreta de estas criaturas. Sigue leyendo