Somos gente de principios, sin duda; a una edad ya sabemos lo que queremos y lo que nos gusta (cuestión distinta es que nos atrevamos a tomarlo, pero eso es harina para otra galleta) y, sin embargo, el contexto nos puede.
No hablo esta vez de grandes posicionamientos ideológicos, ni de asuntos tan graves como la defensa de la uva tempranillo frente a la garnacha; hablo de cosas más simples. La cuestión es que nuestro vestuario cambia en verano, y cambia, a veces como si no fuera a haber un mañana. Habría mucho que hablar sobre todo esto, sobre diseños, cantidades y calidades, sobre las transparencias y los bikinis, sobre pulseras y tatuajes, pero dejando de lado cuestiones inabarcables como lo son, por ejemplo, las camisetas de tirantes (masculinas preferentemente) me centro hoy en cuestiones que están mucho más cercanas al nivel de la tierra que pisamos. En concreto, a esa costumbre de llevar los dedos de los pies al aire durante el verano (costumbre que algunos, desde luego, negarán con firmeza durante el duro invierno)
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El caso es que él no es en absoluto partidario de salir así, enseñando los dedos de los pies, a la calle. Pero como las maletas del matrimonio las hace su mujer y ella ha decidido que ya está bien de ir con náuticos y que así estará algo menos serio durante las vacaciones, no lo queda más remedio que salir con esas sandalias abiertas. Es viernes, llegaron hace pocos días a la playa; de hecho él aún no ha sido capaz de quitar el rictus serio, la cara de tener dolor de estómago que le acompaña durante el año laboral. Sigue leyendo