El Camino de la violencia

El viaje del monstruo fiero*

No hay amor sin violencia. No hay amor sin invasión, sin atropello, sin saltarse un límite. Hablo del amor a las personas y del amor a las montañas, a la escritura, a la lectura, incluso del amor al dinero, al sexo, al placer, a la comida. Hasta del amor al odio.

No puedo escribir sin romper con mi tinta negra el lienzo blanco de papel, no puedo leer sin dejar arrugas en el libro, no puedo alcanzar la cumbre sin pisar insectos y plantas, sin mover piedras, sin clavar mis tacos en el barro. No puedo amar si no ocupo tu espacio, me superpongo, me meto debajo, hago que la vibración de mis cuerdas vocales penetre tus tímpanos. No puedo amar si no dejo marcas en tu piel, ya nunca más incólume.

No puedo hacer Camino si no abandono el albergue, el pueblo que me sorprendió, el cielo blanco y azul que me envolvió una gélida madrugada de febrero tras dejar atrás la negra oscuridad de la carretera.

Me resulta imposible saber si cada vez que hago una nueva etapa me acerco o me alejo: si sumo distancia al kilómetro cero que me arrojó a este Camino, o si resto milímetros a cada paso, descontando un tanto por cada gota de sudor que me acerca al fin del mundo conocido.

Sólo sé que si es fácil no es Camino. Que si todo sigue igual es que nada pasó. Que si sabía a dónde iba es que no he salido aún de casa.

Romper, manchar, forzar, cansar, doler, mirar, andar, amar, escuchar, equivocarme, descansar, descubrir, temer, sonreír, encontrar, detenerme. Esos son los verbos que me permiten caminar en paz y sentir que el frío es un consuelo, y que el cansancio es un abrazo, y que el silencio es una bendición.

Esos mismos verbos se conjugan en cualquier cosa que amo. ¿Qué otra cosa es amar?, ¿cómo querer a alguien, cómo querer algo sin romperlo para caber dentro?, ¿cómo, sin manchar?, ¿cómo, en fin, sin algún tipo de violencia, de fuerza, de movimiento que desordene y recomponga sin patrón predefinido?

Lo difícil es nacer; morir debe ser fácil, no quiero comprobarlo.

Ninguno nacemos en silencio sino entre ruidos, gritos y espasmos; así nos hacemos sitio en este mundo que ni nos necesitaba ni nos echará de menos al partir, pero que nunca será el mismo sin nosotros. Quedará, dice Silvio, nuestro rastro invitando a vivir, nuestros cuerpos tendidos al sol… y todo lo que quede será parte de un viejo mundo que parirá caminantes nuevos. Así lo hicieron hace ya muchos inviernos también quienes de mí descienden; se elevaron desde el dolor de un hospital hasta transformarse de inmediato en el sol que desde entonces da fuego a mi Vía Láctea, resplandeciendo como mis estrellas peregrinas y únicas por encima de las cuales no cabe ya ni un mínimo rayo de luz.

Así, entre lo que leo, escucho, oigo y pienso, encuentro las palabras que puedo volcar en un documento de texto, hablando de lo que vivo cuando camino, y, sin trucos verbales, también de lo que camino mientras aún vivo.

Esta vez, ancha Castilla, he visto esas otras caras de Camino. Las de la gente sin dinero, que viaja «a donativo» y cuya mayor pobreza, sin embargo, es la falta de raíz; las de la gente que confundió el rumbo y ya nunca supo salir y que revolcado se la pasan en alcohol y drogas; las de la gente que toca y vuelve por donde vino, yendo en dirección contraria pero quizá correcta. Gente que duerme en ruinas y ofrece café tibio o que espera que yo le invite, caminantes con corazón, andarines marcha atrás, gente que sólo muchos kilómetros después muda de rana en príncipe, sin miedo al viento ni a las heladas en sus manos desnudas de guantes perdidos. Gentes únicas, también, que acogen en su casa, enfrentados a las quejas de sus vecinos; monjas viejas que me emocionan con su bendición al imponer con suavidad una humilde medalla mientras con la otra mano ofrecen chocolate; gentes que soplan las nubes preñadas de agua para que se alejen («tranquilo, mañana no va a llover aunque así lo anuncien») o que ponen una piruleta y una sonrisa en mi mano si es que en ese momento el estómago no puede con otra cosa.

Y hay violencia también en todo eso, porque hay palabras, buenas o malas, que quizá uno no esperaba oír, o manos que no quise estrechar, o caras que se volvieron cuando yo las buscaba. También porque los dientes tienen que romper la comida que me ofrecen para poder tragarla (¿no es acaso violento despedazar el alimento?) o porque el encuentro hace que desvíe mi trayectoria; o porque se rompen los equilibrios internos o porque me engañan con un precio o me sorprenden con un abrazo que ni pido ni espero. Violencia también porque de esos cruces nacen nuevos deseos, capaces no sólo de convertirse en flechas amarillas de futuro, sino también de lavar las manchas de dolores que amenazaban con convertirse en sufrimientos.

Hasta la sonrisa de quien me prepara un bocadillo debe violentar, para ser, la relajada calma de los músculos de su cara.

Así se descubre esta vez el Camino, que más nuevo me parece cuanto más tiempo paso en él. Así, con esta violencia con la que, lejos de las leyes de los hombres, crujen suavemente, y en este orden, la tierra que piso, la memoria que examino y, finalmente, el propio mundo en que yo habito.

Burgos, Palencia, León. Getxo. Febrero de 2024

*Sin permiso, pero con confianza, tomo prestado para mi subtítulo el nombre de la obra que El Brujo representó en Eibar hace poco, y que me dejó … transtornado y transportado https://elbrujo.es/el-viaje-del-monstruo-fiero/ Si no hubiera sido esa mi elección, volvería a encomendarme al ángel fieramente humano: https://www.poemas-del-alma.com/blas-de-otero-digo-vivir.htm

En ambos casos, ahora lo veo, hay notas de fiereza.


El bosque en invierno

El tiempo

¿También piensas que el monte requiere ropa ligera y días sin nubes?

Eso, según en qué latitudes, reduciría mucho las posibilidades de salir a campo abierto. Caemos, a veces, en el exceso de identificar sol, buen tiempo y largos paseos. Como si fuéramos osos que pueden darse el lujo de hibernar durante los meses de invierno, como si no hubiera nada que apreciar cuando la luz merma, el frío arrecia y la lluvia, al acecho, se embosca.

Y por eso a mis ojos les cuesta acostumbrarse a la falta de vestido en los árboles, a la ausencia de sol en el cielo, al exceso de ropa en el cuerpo. Parece que hay que mirar un poco más allá, esperando ver el brillo reflejado en la piedra y en la madera, buscando la pieza que falta. Pero diciembre no es así, no necesita la claridad.

La sombra

Dicen las reseñas que en el «Elogio de la sombra«, Jun’Ichiro Tanizaki hace de de la penumbra la esencia misma de la belleza. Frente a la obviedad que se deriva del exceso de luz, la sombra abre un mundo estético propio, en el que el matiz se impone a la evidencia.

Hay sombras de los árboles y sombras de las casas; todo viene de algún sitio, todo es construido, pero no todo lo es de la misma manera. Los bares-tienda, por ejemplo, que primero han vivido en un libro y luego se encuentran en la orilla de la carretera. Todo lo que puedo necesitar para pasar un invierno está en ellos: comida, bebida, compañía y un poco de lectura sorprendente: «DOMINGOS CERRADO (abierto domingos de misa)» Cuándo hay misa en este pueblo.

La vista

Al igual que los miopes podemos elegir ver bien o mirar borroso, diciembre permite tanto la desnudez irrenunciable con la que nacimos y vivimos como el abrigo que conforta y deforma nuestra carne sostenida en huesos. Animal que no puedo dejar de ser, aplico a los árboles la misma categoría de ropa y desnudo que a mi cuerpo y, así, siento éxtasis y pudor al ver las ramas sin hojas, los troncos sin ramas. Dónde está la manta que dé calor a este bosque.

Los ojos han paseado por variaciones de solo dos colores, el verde y el marrón, que puede llegar a ser dorado. Sólo altera esta composición el sillón rojo perdido en una braña lejana. El agua corre a mis pies, y a veces inevitablemente sobre ellos, tal es su caudal. Se desborda y se mezcla con la tierra, y entonces, … entonces decimos barro.

El frío

Sí, la vida está más latente que presente. El viento incomoda y la lluvia incordia. Se encoge un poco el alma al dejar allí esa tierra húmeda, esas hojas mojadas. La naturaleza parece estar algo más detenida y a veces uno se pregunta si no sufrirá un poco, si cada invierno no es una carrera por ver quien llega vivo a la primavera. Se ven tan frágiles a veces las flores, la hierba.

Miro en derredor de tanto en tanto, próxima ya una larga vuelta a casa. Por más que he querido no he encontrado viñedos. Me hubieran venido bien para escribir los últimos párrafos. Pero puede ser que en Asturias sólo fermenten las manzanas que alumbran esa sidra ácida que perfora mi estómago.

Pero llega un punto en que no importa, porque escribir (además de ser el «viento fugitivo» que decía Blas de Otero) también es tener el poder de hacer real lo que uno desea.

Decido ver una extensión grande de viñas, ordenadas en filas que en algunos largos se quiebran, buscando el aliento de los brotes de la línea contigua. De nuevo verde y marrón, a ras de tierra ahora. ¡Queda tanto aún para la vendimia! Ese paisaje hecho a medida, ese encuentro imaginario, me permite escribir que veo como ella se inclina hacia delante para susurrar a las uvas, o tal vez a mí, que no hay que temer el dolor del invierno, que para hacer buen vino hacen falta suficientes horas de frío.

Asturias. Diciembre de 2023.

Vaciar una casa

Sólo puede ser ruina lo que alguna vez estuvo en pie, apuntando al cielo.

Lo habitual es que lo construido se deteriore poco a poco, dejando ir primero lo que parece prescindible, en cuyo interior pasa desapercibido, sin embargo, el germen de la destrucción. Luego vuela lo conveniente, desnudando la convención de que era necesario y demostrando que con menos también se puede. Finalmente, un día se dejan de abrir las ventanas y las cortinas, por inexistentes, ya no ocultan el vacío que empezó a florecer cuando marchó lo que no importaba.

Pero no hablo de eso, hablo de cuando uno mismo participa en la transformación de lo vivido a lo vendido. Vaciar una casa es casi invertir el proceso. Llevarse lo fundamental, aguantar un poco más lo que sólo tiene sentido mientras forma parte de lo cotidiano y acabar vaciando estanterías y cajones, haciendo cajas de libros, bolsas de cuadros, ovillos de recuerdos endémicos, originarios de la pequeña patria que tiene por bandera el dibujo que forma la madera del entarimado.

Hay algo de muerte dulce y algo también de impúdico desnudo en dejar que las habitaciones, el salón o los rincones preferidos, aquellos que acogieron secretos y respiraciones contenidas, vayan perdiendo su ropaje de años y mostrando, más a cada rato que pasa, los huesos – tal vez las espinas – sobre los que el cuerpo construido ha ido sosteniendo tantas historias impensadas como palabras guardadas en corazones diferentes, ayer más cerca, hoy más lejos.

Y dudamos, entonces, de si el alma de la casa estaba en las hojas, los frutos, la exuberancia de colores, formas y volúmenes que hemos tenido a la vista, o si su espíritu está en los tabiques con marcas de golpes antiguos, en las estanterías con algún rastro de humedad, en el vano de las puertas que será lo último que sucumba al derrumbe. Porque no es sólo lo matérico lo que se rompe, es también toda esa galería de vacíos relacionados, esos espacios en los que todo pudo pasar porque nada hubo que se interpusiera.

Queda finalmente la casa vacía, y el sustantivo resiste como último servicio el peso de tan demoledor adjetivo, demostrando que puede más lo que fue que lo que deja de ser.

Uno se va, finalmente, con la sensación de tener las manos manchadas de memoria. Se da la vuelta y sale como tras decir adiós a un amor perdido, sin concebir qué otra cosa pueda haber a la vuelta de la esquina.

Getxo, un lugar en el mundo. 2023

Las ilustraciones corresponden a Amador Risueño, a quien tengo por primo desde que nací y por amigo desde hace unos años. Gracias, maestro, también por esto.

Decimos barro

Salimos a los campos, a los montes, con el simple ansia de estar en otro lado. Nos vestimos, capa tras capa lejos del heroísmo. Nuestros materiales, naturalmente artificiales, nuestros colores estridentes y la ruta bajada de la nube con más información que conocimiento.

Salimos abrigados a la intemperie. Vamos a la aventura con la llave del coche en el bolsillo. Los ojos abiertos, la atención, los guantes, el oído que capta el canto de los pájaros del invierno que tapan con su música el ruido interior.

Miramos el sol, las nubes, el cielo. Miramos a lo alto. Miramos el camino que pisamos y que nos llevará de vuelta a casa, a cualquier cosa que sea casa. Nos vamos, nos distanciamos, y decimos «cuanto más lejos, más cansado; cuanto más cansado, más satisfecho«.

Hay una canción diferente que se tararea sola en algún lugar perdido entre la garganta y el fondo del cerebro reptiliano. Tamborilea un ritmo sencillo mientras notamos, con gusto, que la respiración se acelera, que los gemelos se tensan.

Dejamos la carretera, pero no salimos del camino marcado. Rechinamos, fiero el ceño, retumbamos, siempre que haga falta, en las puertas del infierno*. Buscamos el cielo en la tierra mojada, roja, parda, sin color. Hay olor, hay dolor.

Salimos al aire de los caminos, abrimos corazón y boca a la lluvia fina, amiga. Notamos el peso de la mochila, que nos equilibra. Andamos en círculos, siempre en círculos, porque volvemos a la misma Ítaca, pero ya no somos los mismos porque aunque viajar sea volver, es otro el que vuelve tras la senda recorrida. Con el sudor se han evaporado sales esenciales que no impiden, sin embargo, que sigamos siendo el mismo accidente, el error de medida, el viajero en el tiempo que se lleva la corriente, el salvaje*.

La tierra con agua hace barro.

Y entonces decimos «barro». «Barro» decimos como si él fuera el extraño, olvidando que nuestro resbalar marca y abre surco en su tranquilo reino a ras de hierba. «Barro» decimos como si nos sobrara en nuestros planes. Como si fuera posible permanecer secos en la tormenta. «Barro», como si no fuera el germen del ladrillo que conforma la pared que nos resguarda. «Barro», decimos, ingratos, olvidando que un día, no hace tanto, del mismo barro fuimos hechos y aún lo somos.

Aratz, 21 de mayo de 2023

Getxo, 1 de diciembre de 2023

Nota.

Al volver de mis paseos por el monte siempre hay barro en los zapatos y, de otra manera, en los bolsillos. Limpio con agua la suela para protegerla de la degradación, limpio un poco empeine y laterales para quitar lo más evidente. Pero siempre dejo algún rastro de tierra para recordar de dónde vengo. No soporto que un calzado de monte esté impoluto. El barro es a mis botas lo que la sangre a la espada del samurái.

Otra nota

Mientras espero que caiga del cielo la clave para hacer algo que recuerde a Gil de Biedma, o al menos a Karmelo C. Iribarren, me vale la lejana inspiración de Blas de Otero:

Digo vivir

Porque vivir se ha puesto al rojo vivo.
(Siempre la sangre, oh Dios, fue colorada.)
Digo vivir, vivir como si nada
hubiese de quedar de lo que escribo.

Porque escribir es viento fugitivo,
y publicar, columna arrinconada.
Digo vivir, vivir a pulso, airada-
mente morir, citar desde el estribo.

Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro,
abominando cuanto he escrito: escombro
del hombre aquel que fui cuando callaba.

Ahora vuelvo a mi ser, torno a mi obra
más inmortal: aquella fiesta brava
del vivir y el morir. Lo demás sobra.

FOTOGRAMAS POR CAPÍTULOS

No sabría situar con precisión el momento en el que la memoria empezó a fallarme. O tal vez es que empezó a ser selectiva aplicando sobre todo criterios de proximidad temporal. No importa, creo que más o menos al mismo tiempo me empezó a dar un poco igual acabar los razonamientos, los argumentos e incluso las frases. Así que no es necesario seguir más este hilo de

Supongo que en esto tiene que ver tanto la edad, que son más de 50 los años que tengo y me tienen, como esa facilidad en consultarlo todo en los móviles. Este verano, por alguna razón perdida, vi que la traducción de “FREIGHT” no es “CONGELADO”, sino “TRANSPORTE”. Este hecho me ha molestado. No soy yo quién para decidir qué significan los vocablos ingleses, pero es que este cambio, por sí mismo, cuestiona de alguna manera uno de los recuerdos que forman parte desde hace más de treinta años de mi memoria vital, acaso también insignificante.

Verano del ’89. El diablo sobre ruedas.

“LEEDS FREIGHT UNITED”. Fueron muchos los kilómetros que hice tras esa leyenda. Viajaba yo con mi familia (me refiero a aquella a la que ya pertenecía, no a la que di lugar) y todo el equipaje propio del viaje de vacaciones en el que cruzábamos España de Norte a Sur. Mi carnet de conducir tenía aun la tinta fresca, e igualmente palpitante era la confianza de mi padre en mis desconocidas facultades para conducir; por eso, me dejaba hacer kilómetros en aquel coche nuevo, un Renault 21 de color gris nave espacial.

La red viaria no tenía aún tantos kilómetros de autovía como hoy, así que íbamos por alguna carretera nacional, de carril simple y obras en el arcén. Los que aún quedábamos en el coche íbamos, como suele ser común, mirando todos al frente, como si los asientos fueran una platea y el anodino escenario estuviera más allá de la luna delantera.

Todo iba bien: mi juventud devoraba la carretera, y disfrutaba de lo que a mí me parecía el rugido del acelerador tanto como del geométrico movimiento que me llevaba a poder meter la quinta velocidad, cosa imposible en el Seat Panda de cuatro marchas en el que había velado mis primera armas de gasolina normal.

Entonces se congeló aquel fotograma. Un camión blanco indescriptiblemente grande con aquellas enormes letras en su parte trasera: “LEEDS FREIGHT UNITED”. Se suponía que yo debía adelantarlo, ese era el orden natural de las cosas, como lo es que una generación sobrepase a la anterior. Pero ¿cómo? No me atrevía. Sacaba a veces un poco el morro, pero siempre veía coches de frente y espacio insuficiente. Esto no obstaba a que un largo número de coches me adelantara a mí y, al poco rato, a aquel fenómeno sobre ruedas, sin que en ningún momento ninguno tuvieran problema alguno.

Los espectadores parecían no aburrirse; tal vez su silencio encubría una cierta decepción por la ausencia de habilidad. Yo, esforzado estudiante que en aquella época aprobaba cuanto examen se entrometiera en mi camino, no tenía valor ni cálculo ni locura suficiente para pisar a fondo y superar a aquel molino de seis ejes y rótulo británico. Supongo que iba adquiriendo una triste figura a lomos del 21.

Pasaron kilómetros y sudores en penitente silencio. Finalmente, aquella estrecha senda nacional desembocó en una de aquellas autovías iniciáticas de nuestro desarrollismo y entonces sí, como un narrador omnisciente que decide cuándo, quién y cómo, aceleré y superé limpiamente aquel monstruo, creyendo dejar atrás toneladas de pescado ultracongelado, pero llevando fijada conmigo esa pesadilla que aún se muerde la cola en los desvelos de mi memoria.

En realidad, no me acuerdo si le adelanté o no.

Verano del ’23. Propósito experimental.

 A 2.000 metros de altura, y aunque esté más cerca de los satélites de comunicaciones, no tengo cobertura. Además, por aligerar la mochila no he traído libro que leer y tras ojear las revistas añejas del Refugio, no me queda otra opción que ver pasar el tiempo. No he venido solo, pero mis compañeras han buscado cosas qué hacer y, decididamente, no tengo facilidad para trabar conversación con otros montañeros que por allí pululan.

A ratos arranca mi capacidad de introspección, de vagar sin otras mochilas que las de la mente, por las regiones interiores de mi propio mundo interior. Discurren mis pensamientos y mis emociones por caminos carretiles más que por pulidas autopistas. Estuve aquí hace más de 30 años y hoy he vuelto, si es que soy el mismo que entonces.

Pero estamos en agosto y no tengo especial deseo de transitar por esos andurriales. Queda la contemplación, la observación sosegada de lo que me rodea, la consistencia de la muralla de granito que circunda la laguna grande. A ratos, y por autocombustión, la lógica trate de ponerse en marcha y de entender esa proyección: las formas de los tres hermanitos, del perro que fuma, el color verdoso de la piedra, la dimensión de las montañas, la profundidad de las fisuras. Pero, sobre todo, los ojos giran y vagan. Confieso, con minúsculas, que me llega el innombrable aburrimiento.

Los pocos que somos aquí arriba nos vamos viendo acompañados de manera creciente por cada vez más personas. Se les ve descender hacia el llano lacustre y buscar su acomodo. No son muchos los que tienen plaza en el refugio. La mayoría buscan situarse en los vivacs (palabra que por alguna razón rima este año con bibelot) que están ya dispuestos por anteriores viajeros.

Llega un grupo demasiado grande, y ruidoso. Parece que pueden ser scouts, o quizá algo peor. Serán, no sé, cincuenta, sesenta, doscientos. Jóvenes monitores y casi niños y niñas con pañoleta. El murmullo les ha precedido, y ahora, ya a tiro de palabra dicha con ligero entusiasmo, se pueden distinguir sus conversaciones, sus bromas, sus órdenes, sus nombres. Afortunadamente, no cantan.

Más tarde, al caer el sol, que nunca se va de todo aquí arriba, podremos ver cómo quienes vienen dibujan una hilera de luces con sus frontales, a modo de satélite starlink en noche de Perseidas.

Me maravilla este grupo grande que ha venido, que se mueve y juega y más que nada, se comunica todo el tiempo. ¿Cómo es posible, me pregunto desde mi limitación para establecer conversaciones, que todo el tiempo esté toda esta caterva diciendo cosas?, ¿quién ha escrito su guion?, ¿y el mío?

El tiempo pasa y empiezo a verles con un poco más de simpatía; creo que su vitalidad me produce bienestar, y su tamaño, admiración. Andan como Pedro por su prado. Aquí cabemos todos.

No llega aún la hora de la cena, pero cada vez hay un poco menos de luz.

Tener a la vista la solidez del granito me conforta.

Al pasar de las horas, y sólo por tener los ojos abiertos, me he dado cuenta de que lo que he llamado muro es un semicírculo y, así, se ha convertido por la observación en lo que las guías llaman “el circo de Gredos”.

Mis oídos también se han ido relajando. Me transporto así, sin mover un músculo.

He entendido que no es cierto que toda esta gente hable a la vez; en realidad, es como si se fueran dando espontáneos relevos. El sonido es la voz del colectivo, no del individuo. La individualidad, también la mía, queda oculta, aun sin borrarse, entre tanta inmensidad.

. . .

Como otras y tantas veces, ahora recuerdo que la comprensión llega al dejar de intentarlo.

Circo de Gredos. Verano de 2023.

Getxo, 1 de septiembre.

COCINA DE MERCADO

GRAN CÚSPIDE DE BACHIMAÑA, MÁS CONOCIDA COMO LA GRAN FACHA (3.005 msnm)

Empezando por el final, como uno sospecha a veces que hace en las rutas circulares, contaré que muy pocos días después de volver a casa, un profesor del colegio, que nunca me dio clase, me envió un whatsapp con una foto de la que puede ser mi primera publicación: “La excursión”. Los protagonistas eran los inmortales Mortadelo y Filemón. Yo contaba con siete años. Contaba también qué metían en unas mochilas que debían ser del tamaño de un tresmil, pues cabían innumerables artilugios. Para quien tenga curiosidad, y para el resto, diré que Mortadelo tenía asignado bocadillo de chorizo frito para la merienda, mientras que Filemón había de conformarse con uno de sardinas. Yin y Yan.

En el relato se aprecian varias de las obsesiones que cruzan mi trayectoria, esos demonios que un esfuerzo narrativo convierten en temas: la comida, el descanso, el monte, las palabras, los sitios a los que no se llega y en todo ello, el paso del tiempo que llena los días más vacíos.

Al iniciar desde la Sarra la subida a Respomuso, se diría que mi mochila la había cargado aquél mismo narrador infantil, tal era su peso. Unas tres horas por delante hasta el refugio, teniendo al lado el barranco de Aguas Limpias y dejando atrás, ritualmente, el final de un curso convulso como el caudal roto del arroyo que a veces nos salpica. Arriba, en los 2.100 metros con vistas al embalse, nos juntaríamos los seis comensales a los que había quedado reducida la excursión de este año. Las bajas venían por causas diferentes, variadas como la fruta y verdura de temporada, se exponga ésta en la Bretxa o en la Ribera. Así que, sin dejar para el final la causa del título, nos disponíamos los seis a cocinar estos días con lo que el mercado brindaba.

La cosecha de este año, además, tenía nuevas variedades, Javi, que el año pasado no pudo llegar casi ni a sentarse a la mesa, y yo mismo, que falté por una rotura muscular que este año le tocó a Joserra. Repetían, como buen condimento, Ritxi, Laura, Esther y el incombustible Alfonso.

Respomuso puede ser uno de los refugios con mejor ubicación de los que conocemos: la corona de picos pirenaicos reflejado en el embalse lo convierten en un paisaje sabroso, alimento para el espíritu de quien tenga el buen acierto de dejar un rato de contemplación en este fin de semana de acción. A lo lejos se veía el remate de la Gran Facha, objetivo desechado para este año. En el interior, las habitaciones, el comedor, los baños, … no desmerecen la sensación de estar en casa, tan lejos de ella.

En el ambiente flotaban las idas y venidas para fijar el objetivo. En un primer momento se fijó la citada Gran Facha, pero luego quedó postergada por considerar que podía ser excesiva (por grande, no por facha…) Durante la cena, no obstante, se planteó si mantener el último menú acordado (vuelta a Sallent por Musales) o si cabía la opción de abrir la carta sin mirar el precio de los demás platos más de que de reojo.

El fiel de la balanza se desplazó a la barra en la que atendían los guardas del refugio. Tras un exhaustivo examen sorpresa, y siempre con la recomendación de no caernos… quedó abierta la ruta hacia la Gran Facha, casi al mismo tiempo que hacia las literas, pues aguardaba un día intenso a vuelta de unas pocas horas.

Llegó ese momento de recogerse. Los seis en una habitación de 14. Cada uno tiene sus ritos y ritmos. Dejar o no preparada la ropa, guardar cerca lo que se va a necesitar, dejarlo en la taquilla, hablar un poco antes de que llegue el sueño, … pero todo se va encaminando a ese momento de intimidad compartida que es dormir en una misma litera corrida, cerca y lejos al mismo tiempo.

Amanece el sol recién lavado en las primeras horas del día, y nos convertimos en un pequeño hormiguero que va y viene sin chocarse casi nunca, en la preparación de mochilas, cremas, desayunos, ropas y mariposas en el estómago. Como no estaba prevista la ruta finalmente elegida, carecemos de track offline, así que los más avezados fotografían y estudian el panel de localización que está en el refugio. Yo prefiero dedicar el tiempo a algo más productivo para mí; dada mi legendaria capacidad de desorientación, me resulta más útil liberar de peso mi estómago y mi mochila. Al fin y a la postre, ningún perdido se pierde.

Ritxi, con la confianza del grupo, encabeza la marcha ataviado con vaqueros. Buscamos entre todos el inicio logrando sin esfuerzo perder todo contacto visual entre nosotros en poco más de cinco minutos … No parece la mejor manera de empezar, así que casi me lo podía haber saltado, pero en un relato presidido por Mortadelo y Filemón creo que puede caber casi todo.

Nos reagrupamos. Para darle un poco más de emoción, a Esther se le ha roto una de las camel que lleva y ha improvisado lo que llamaremos un tendedero virtual para evitar males mayores. A partir de aquí, las cosas solo pueden mejorar.

Alcanzamos el embalse de Campoplano, a partir de donde debemos empezar a ganar metros. Es un año con mucha agua, ya nos lo advirtieron, y tardamos un buen rato en cruzar la regata que nos da paso a una pequeña llanura que relaja con su horizontalidad la tensión de los picos que rompen en roca hacia el cielo. Son varias las veces que debemos cruzar caudales de agua, pues nos hemos desviado con la tranquilidad de un paseante de domingo. Finalmente, lo más práctico resulta soltarse las botas y meter los pies en el agua helada, que resulta ser una experiencia nueva y gratificante.

Retomamos la senda por el barranco, también de Campoplano, y cruzamos un salto de agua más grade que los anteriores.  A estas horas el sol ha empezado a lucir con más fuerza, y también el corazón se acelera, entre el esfuerzo y la cercanía de la zona más exigente del recorrido. Hemos llegado a los neveros y toca ponerse los crampones en alguna de las islas de piedras que descuellan en medio de la nieve.

La subida es agradecida, la dureza de la nieve está en ese punto en que las puntas penetran con soltura, y no hay miedo a resbalar. Ritxi y Javi progresan como si estuvieran subiendo del segundo al tercer piso de El Corte Inglés por las escaleras mecánicas. Los demás vamos haciendo crujir el piso, también con soltura.

El final de los neveros nos acerca al collado, y con él, al momento de reponer fuerzas y mirar hacia la derecha, al Sur, hacia la arista que es la parte dura de este día. Abrimos mochilas y bolsas en esta terraza de altura. El momento dulce lo brinda Laura, cuando desenfunda y reparte unos dátiles enormes que rematan de la mejor manera este almuerzo en altura.

La arista es impresionante, oscura, rota, despuntada. Más larga de lo previsto, no se ve el final, pero lo habrá. Dejamos mucho peso bajo una roca y empezamos la trepada. Es una larga escalera loca, revuelta, en subida infinita y diversa, en la que vamos encontrando el camino con cada paso que damos, tirando de cuádriceps y pulmones, y de las ganas de llegar.

Tanto el camino de ida como el de vuelta están punteados de montañeros, con algunos hemos conversado en el Refugio, con otros por el camino. También, creo yo, va cada uno hablando consigo mismo, con sus deseos, con sus limitaciones, con sus dolores.

De nuevo, subimos juntos y llegamos solos.

Siempre que se sigue un camino en el monte hay un punto, un pequeño punto, en el que lo que ha sido camino de ida comienza a ser de vuelta. Ese lugar, si hay suerte, es la cima a la que llegamos, sobre la inmensidad del gran angular de piedras, ibones y pinos de altura.

Sobra espacio en este cima, porque es ahí, en donde el oxígeno es más leve, en donde toma cuerpo la ausencia de quienes no han venido: Imanol, Joserra, Kepa, Aitor, Alberto, Ander y Gorka. Casi me parece verlos. Nos acordamos de todos ellos a tres mil cinco metros de altura, que seguro que ellos también pensaban en nosotros a esa hora.

El Norte se convierte en Sur y la cuesta en pendiente; el círculo se ha de cerrar volviendo sobre nuestros propios pasos. Se hace también exigente la bajada, en la que no hacemos exactamente el mismo camino. Mientras bajamos, Esther sigue capturando fotos en todas las dimensiones; en alguna aparecerá Alfonso con esa cara de tranquilidad con la que lo mismo afronta crestas que conflictos colectivos: ¡imprescindible!

El collado tienta con la subida a la Pequeña Facha, pero las fuerzas quedan reservadas para la bajada, que es más que la mitad del día. Deshacemos los neveros, descruzamos los saltos de agua y descendemos el barranco de Campoplano hasta llegar a la zona de alfombra herbosa que nos acompaña ya todo el camino hasta el refugio.

Momento entonces de sentarse, de repasar los pases del menú degustación que hemos tenido, y empezar a digerir la satisfacción de estar de vuelta. De repente, todos tenemos grandes jarras de cerveza en la mano y ganas de contar cómo nos hemos sentido. Creo que estar otra vez en el refugio hace que este tenga sabor más casero aún. Pero no nos quedamos, las sobremesas montañeras son en movimiento, y quedan aún horas hasta volver a la Sarra, en donde nos esperan los coches.

La bajada es larga, y no tiene mucho más que contar que la caída lateral de quien escribió “La Excursión” con 7 años, que embolsa con el exterior del muslo un inoportuno resbalón a unos pocos de cientos de metros de la llegada, ganándose dolor para varios días, que le hará recordar que hasta llegar a casa no debe bajarse la guardia, ni aun después.  

Ahora, y mientras sé que nunca hay una sola receta para subir, me da por pensar que no sabíamos a dónde íbamos, pero que, aun así, la montaña nos esperaba[1].

Ez nekeak!

Respomuso, 24 de junio de 2023.

Getxo, verano del mismo año.


[1] CANTARES

Todo pasa y todo queda/ Pero lo nuestro es pasar/ Pasar haciendo caminos/ Caminos sobre la mar

Nunca perseguir la gloria/ Ni dejar en la memoria/ De los hombres, mi canción/ Yo amo los mundos sutiles/ Ingrávidos y gentiles/ Como pompas de jabón

Me gusta verlos pintarse/ De Sol y grana, volar/ Bajo el cielo azul, temblar/ Súbitamente y quebrarse

Nunca perseguir la gloria/ Ni dejar en la memoria/ De los hombres, mi canción

Caminante/ Son tus huellas el camino y nada más/ Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Al andar, se hace camino/ Y al volver la vista atrás/ Se ve la senda que nunca/ Se ha de volver a pisar

Caminante, no hay camino/ Sino estelas en la mar

Hace algún tiempo, en ese lugar/ Donde hoy los bosques se visten de espinos/ Se oyó la voz de un poeta gritar/ Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Golpe a golpe, verso a verso

Murió el poeta, lejos del hogar/ Le cubre el polvo de un país vecino/ Al alejarse, le vieron llorar/ Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Golpe a golpe, verso a verso

Cuando el jilguero no puede cantar/ Cuando el poeta es un peregrino/ Cuando de nada nos sirve rezar

Caminante, no hay camino/ Se hace camino al andar/ Golpe a golpe, verso a verso

Golpe a golpe, verso a verso
Golpe a golpe, verso a verso

Joan Manuel Serrat. 1969.

Antonio Machado. 1912..

Quantas vezes?

Este verano, Nazaré resultó como esas personas que parecemos anodinas, pero que guardan en su seno algún tipo de misterio magnético. En el Fuerte de San Miguel, sobre Praia do Norte, había una exposición con fotografías de las olas gigantes que han hecho conocido este lugar. El texto del cartel de la muestra, de Mário Galego, me mantuvo atrapado casi tanto tiempo como sus imágenes. El hecho de que estuviera en inglés y en portugués fue un motivo más de hechizo; las palabras que leo y no entiendo me llevan a vagar por la orilla, por las orillas.  Y a encontrar ahí, aunque sea raras veces, la maravilla de que las palabras sean sonido más que significado.

Así rezaba ese texto:

Deste Mar

d a  N a z a r é

Photographs by Ricardo Bravo

Quantas vezes teremos de enfrentá-lo e deixar que nos molhe, guardando cada salpico de maresia que nos rejuvenesce o rosto, para que consigamos saber o que somos?
Nascemos da água e nela inscrevemos com os olhos desenhos de criança. Vemos nuvens na espuma que se solta. Riscamos a crista com traços agitados. É preciso deixar que os olhos naveguem pelos serenos impulsos que formam a pele, subindo, descendo, até que se revele.

É um tremor permanente, com se fosse um quadro de Turner, mas aqui não há imaginação que fixe o que está além. Há uma respiração que se submete ao nosso próprio corpo. Do lugar onde o avistamos, grande e tempestuoso, nem sempre sabemos o que nele vem. Há uma suspeição permanente no ondulado que se esconde numa grande fossa. Os traços indizíveis que se soltam no ar, riscando os ventos. Constroem-se sombras que têm por dentro certos rugidos indecifráveis. E nem sempre é a mesma rebentação. Não há uma espuma igual à outra. Até a casa que guarda a noite dos barcos e dos homens marítimos se espalha na crista como que a impor-se, lembrando que em terra mandam os da terra.

São esses olhos com que fixamos as imagens de Ricardo Bravo. Imagens que não nos são indiferentes. E mesmo parados a olhá-lo, impresso em tela, arriscamos a ter de novo o receio com que o enfrentamos. É uma viagem que nos obriga a parar e a suspender o tempo, como se as próprias ondas interrompessem o período da vaga, para que pudéssemos procurar significados para o que somos. Água. Partimos dela e aqui voltamos.

E quando fechamos brevemente os olhos, perguntamos de novo, quantas vezes teremos de dizer medo para que o medo deixe de existir? Quantas vezes teremos de olhá-lo para que ele nos consuma e se torne no nosso paraíso?

How many times will we have to confront it and let it get us wet, retaining every droplets of sea spray that rejuvenates our faces, so that we may finally discover who we really are? We were born of water and we inscribe the drawings of children into it with our eyes. We see clouds in the foam that breaks free. We sketch the wave crest with agitated strokes. We must let our eyes scan the serene forces that form its surface, rising, falling until it reveals itself.

It trembles continuously, as if were a Turner painting, but here there is no imagination to designate what lies beyond, its rhythm conforms to our own breathing patterns. Imposing and turbulent, from our vantage point we can`t always know what comes form it. There is a constant wariness of the undulation which lurks in the canyon. Of the ineffable remnants released into the air, scratching at the wind. Shadows containing the indecipherable rumbles are formed. And the shoals are not always the same. No spume is just like another. Even the edifices that safeguards the nights of ships and seamen spreads out on the cliff as if impose itself, reminding us that on land those from the land are in charge.

It is with these eyes that we gaze at Ricardo Bravo’s images. They do not feel unfamiliar to us and even standing here, looking at this sea printed on canvas, we risk once again the fear we experienced when confronting it. This is a journey that forces us to stop and suspend the march of time, as if the waves themselves have interrupted their cycle so that we can seek out the meanings of who we are. Water. We came from it and here we return.

And we close our eyes for a moment, we ask once again, how many times will we have to say fear for the fear to cease to exist? How many times will we have to look at this sea  until it engulfs us and become our paradise?

E quando fechamos os olhos, perguntamos de novo, quantas veces tenemos de dezir medo para que o medo deixe de existir? Quantas vezes teremos de olhá-lo para que ele nos consuma e se torne no nosso paraíso?

Mário Galego, jornalista (nascido no Sitio, em 1969)

Ricardo Bravo: https://www.instagram.com/ricarbravo/?hl=es

Praia do Norte. Nazaré. (c) eznekeak

Me viene también a la cabeza, sobre la importancia de no saber idiomas, esta entrada de 2016: https://eznekeak.wordpress.com/2016/01/31/yo-japones/

Getxo, 19 de octubre, de 2022

Pasos a cuatro manos. Pic de Néouvielle (3.091 metros)

Quizá el Creador del Universo decidió tomar anticipadamente la idea humana de crear espacios protegidos para flora y la fauna y, así, dejó caer unas migas de materia primitiva en lo que más adelante sería la linde entre España y Francia. Y, a su modo indiscutible, hizo nacer los Pirineos, como más tarde Sir Stamforf Raffles crearía la Zoological Society of London en 1826.

Allí, entre piedras, minerales, rocas, sedimentos, florecillas que yo me agacho a fotografiar, lagos, sarrios, culebras y marmotas, un estornino amanece temprano en Oredon un 9 de julio; estira sus plumas, da dos golpes de pico y empieza su vuelo. Unos minutos más tarde, un par de vacas, un caballo y una mula espectacular, muy muy grande y con el pelo limpio y brillante, reciben la orden cósmica de salir al camino que acaba llevando al parking del lac d’Aubert. Van despacio, que ayer se quedaron hasta tarde jugando un Monopoly.

En Parzán, unos kilómetros más atrás (si es que “adelante” y “atrás” tienen sentido en el Universo que nos contiene) el grupo de despereza tras haber dormido mal, como corresponde a las vísperas de los días grandes. El desayuno va rápido, los humanos están acostumbrados a comer a hora fija y mesa puesta.

La escalada empieza en coche, para que sea gradual. En la carretera sortean con habilidad a los cuadrúpedos soñolientos, que se dejan engañar después de regatear un poco al grupo y obligar a que les presten atención. Sorteada luego la primera barrera, esta, artificial, los coches se quedan en el parking y los montañeros en el camino.

De los doce uno deja pronto el grupo. En un ejercicio de mala pata, ha metido la bota en un desnivel y se ha torcido el tobillo. Así, la escuadra queda en once, como un equipo de fútbol, a cuya imagen se despliegan también los papeles que cada cual ejerce: aquél de portero, guardando que nadie haga daño al grupo, ese otro de medio centro, repartiendo juego, aquélla, de extremo, avizorando por dónde se puede llegar a destino, otro más preparado para rematar cuando sea necesario… Como en un reloj, cada pieza se engrana para dar una hora única en un tiempo que pasa a su propio ritmo.

Casi tan estimulante como ver muy al fondo el pico al que el grupo se dirige es ir aprendiendo nombres nuevos, entradas en nuestro glosario pirenaico. Así, el collado de Ramoung se une a otros que están en nuestra memoria colectiva (Baysellance, Góriz, Sarradets, Bachimaña, Lliterola…) Allí se puede apreciar que la línea de nieve ha ido retrocediendo. El mundo se va a la mierda, y la pérdida de los glaciares es tan indicativa como la caída capilar que poco a poco nos visita para quedarse. La nieve es a estas montañas lo que el barro a San Mamés: garantía de jornadas míticas, que ya sólo perviven en conversaciones de txikiteros con Sintrón.

Leer más: Pasos a cuatro manos. Pic de Néouvielle (3.091 metros)

Pero el buen Dios que modeló estos montes aún está por ofrecer alicientes a sus criaturas, y ha guardado para el grupo una lengua de nieve que se interpone entre la cuadrilla y la grada de roca previa a la chimenea, que deberá llevar a la cima.

Entre estimulados e impresionados, la marcha prosigue. Aitor cede sus trastos a Ritxi y a Ander; necesita aligerar peso para que la marcha sea más amable. Es sólo un reajuste, es un equipo el que sube, no se trata de once piezas sino de un mecanismo único. Hoy por nosotros, mañana también.

Ya que hablamos de nombres propios, detengámonos un poco en cada cual:

  • Alberto; líder espiritual del equipo, a quien todos escuchan y respetan. Además de subir, sabe contarnos historias de bellas montañas.
  • Ander; uno de los varios portentos físicos, cuya fortaleza nunca le hace desprevenido.
  • Alfonso; inteligente como un Gran Maestro, preciso, con fe y cuyo paso cercano no me falta ni en el monte ni fuera de él.
  • Aitor; que accedió a la condición de caballero de tresmiles en esta ocasión, y que tiene la virtud de que todos queremos tenerle cerca.
  • Esther; una de las novedades de este año, sube alegre como una niña ante una caja de bombones y resistente como la caja fuerte que guarda esos mismos bombones.
  • Gorka; conocedor de montes y nieves, cuyo humor no se despega tampoco de la vigilancia y defensa del grupo.
  • Imanol; en su año olímpico, desborda ilusión, ganas, música, risas y un sentido de la amistad que hace que contarme entre sus amigos sea un orgullo.
  • Javi: de paso poderoso y elegante, como un Federer metido a montañero, y a quien sólo un accidente privó de poder hacer completo un camino que con él hubiera sido más entretenido.
  • Joserra; navegante en mar de piedras, cuyo estudio y preparación hacen que el cuaderno de bitácora tenga las anotaciones más precisas.
  • Kepa; con quien todo empezó, y a quien tanto echo de menos cuando no viene; que camina y departe y siempre tiene palabras para todos.
  • Laura; con quien ya compartí la Mesa de los Tres Reyes, y cuya tenacidad se guarda en silueta de junco, flexible y fiable.
  • Ritxi; el “rey fuerte”, duro como las rocas que subimos y atento como las águilas que guardan los cielos.

Y así, tras el riesgo que tiene dedicar una frase a cada uno de mis compañeros, sigue la subida, buscando la chimenea que, por lo que cuentan, fue casi uno de esos pasos que se quedarán en la memoria del grupo, como la Escupidera, el paso de Mahoma o la rimaya del Vignemale…

A esa chimenea se dirige el grupo que, tras valorar otras opciones, decide pisar nieve. Así, se adentra en fila por la pendiente nevada, sin más ayuda que los bastones y la confianza en el viejo principio de «si el que parece que sabe, pasa, yo también»…

La nieve no está mal, pero es cierto que el cansancio ya hace mella, y que para algunas personas del grupo la situación es novedosa. Laura está intranquila, y alguno más también mira de reojo la cuesta abajo, haciendo el cálculo de hasta dónde podría llevarle un resbalón. Pero seguramente no hubiese pasado nada, porque la nieve está bastante blanda. Mejor no probar fortuna. En cualquier caso, Gorka quita hierro al asunto exhibiendo de forma peculiar su destreza en la nieve, colocándose a modo de parapeto a la par del grupo…y el grupo pasa sin ningún problema el último flanqueo horizontal (“que no se caiga Gorka, que no se caiga…”)

Pasada la pendiente de nieve, la grada de rocas da acceso a la chimenea cimera. En el mismo momento en el que el grupo cruza su umbral, hay una especie de catarsis y revelación colectiva. Imanol, a la cabeza, se mueve con la destreza y la rapidez de quien sube a deshollinar todos los días. Y lo mismo pasa con cada uno de los miembros del grupo.

Afortunadamente no hay nieve a la salida, y en un momento llega la estrecha cima del «tresmil», y brota de golpe el Pirineo, que, a modo de un desplegable para gigantes, se muestra bajo el sol del mediodía. Una a una, cada cima es reconocida y nombrada y fotografiada. Hay cordilleras más grandes, con cimas más altas, y con más renombre y prestigio, pero esta, la nuestra, resulta especialmente bonita.

Abrazos, Bebidas y Cansancio son el ABC de estas cimas (también las Fotos, pero no veo cómo hacer algo ingenioso con esa F). Esther y Aitor están en su primer tresmil, y para los demás, la emoción es casi la misma cada vez que se llega a uno de ellos. A todos les brillan los ojos. La caja de Pandora se ha abierto en algún momento, y ya nadie la quiere cerrar.

Así se hace el destrepe de la chimenea y así se alcanza el nevero, que se recorre en toda su longitud, deshaciendo la tensión acumulada de la subida. El grupo, cansado y feliz, se estira y reagrupa, una y otra vez sobre la nieve.  

Si Esther se cambia de camiseta para la foto en la cumbre, Joserra lo hace de calzado en función del piso que pisa. Si uno lleva gel de cafeína, otro lleva fruta deshidratada. Si yo bebo té, tú bebes agua con polvos isotónicos. Si tú vas de naranja, él, de blanco y aquél, de negro. Si este grupo es homogéneo, lo es por el respeto, el compañerismo, y la diferencia y personalidad muy marcada de cada uno de sus componentes. Lo cual es una virtud, una virtud en la montaña.

Cuando ya se intuye el final, en esa hora última en la que la percepción de cerrar el círculo es cada vez más fuerte, a unos les da por deslizarse por la nieve, como si estuvieran en Sapporo ’72, y otros por bordear por el camino el pequeño nevero, como si estuvieran en Pirienos ’22. Por nieve o roca, más lento o más rápido, con agilidad o con grácil torpeza (es decir, tanto de pie como rodando, según cuentan. Al parecer, de todo ello hay material gráfico protegido) Las caídas son reparadas con imprecaciones que nadie ha querido reproducir pero que, en todo caso, refuerzan el poder la palabra como principio de sanación.

Javi, el jugador número 12 de este equipo, aguarda junto al Lac d’Aubert junto a su flamante esguince. Ya todos reunidos, llega el momento de refrescarse por fuera, con agua de montaña y también por dentro, en la terraza del refugio de Oredon, escenario de luminosas fotos, teniendo la iluminación origen en las sonrisas de satisfacción del grupo.

No se acaba el monte hasta que se cena y se brinda, y así procede la cuadrilla. Además de las risas, comentarios y bromas habituales, este año se une la ceremonia de nombramiento damas y caballeros de los tresmiles. Esther, aún sonriente y Aitor, recuperado de los contratiempos, son ungidos por el piolet de Gorka, entrando así, de pleno derecho, en el club al que, en realidad, ya pertenecían, desde que iniciaron la subida.

Tras la cena, hay quien se retira y hay quien aún prolonga un poco más la velada por las escasas calles del pueblo.

Al doblar la última esquina antes de entrar de vuelta al hotel, el estornino madrugador al fin se posa de nuevo en el alero del tejado. La Academia, por boca de Imanol proporcionaría más adelante la explicación científica: “Female presence affects male behavior and testosterone levels in the European starling (sturnus vulgaris)

Y así, con omisiones y alguna alteración, debió ser esta subida al Pic de Neouville, en el que cada cual fue dueño de su caminar, pero sin olvidar que quien sube es el grupo, y que, por eso, yo hablo de pasos dados a cuatro manos. Así también se ha escrito este relato, sumando notas de unos y de otros, y con el añadido de mi observación, porque en realidad, aunque me tuve que quedar en casa, también estuve allí (por cierto, Aitor, perdona que me metiera en tu mochila esa mañana, la elegí al azar, de verdad …)

Pic de Néouvielle, 9 de julio. Parque Nacional de los Pirineos

Las treinta últimas páginas

Alguna vez he hablado sobre la importancia de los títulos y lo engañoso de las contraportadas de los libros. Pero de lo que quería hablar, escribir, ahora, es de las treinta últimas páginas. Esa viene a ser la medida en la que uno sabe que está acabando, que lo va a hacer de un tirón y en la que todavía queda mucho, tal vez todo, por decidirse. Esa distancia es la misma que separa la excitación de la certeza del orgasmo, es idéntica a lo que duran los últimos pasos hasta llegar a una cumbre pirenaica ya segura.

Estos son algunos de los libros cuyo final asocio a esa intensidad.

  • Libro del desasosiego. Fernando Pessoa. Fue un regalo, comprado en Sá da Costa. 2018.

Este libro fue compañero de Camino. Iniciado y terminado en mi primera semana entre Saint Jean Pied de Port y Logroño. Aligeró el enorme peso de la mochila y me ofreció, precisamente, sosiego y serenidad en medio de esos días de paz y de soledad, pues no hay la una sin la otra. Empecé el último capítulo en el jardín del Albergue de Estella; lo empecé releyendo el anterior, para que durara más. Los italianos, incluido el chico de Sicilia, no paraban de hablar – yo había compartido habitación con Luigi el primer día – y al final lo tuve que dejar para beber vino con ellos. Intentaban entender el título del libro, saber qué era el desasosiego. Demasiado jóvenes, demasiado felices. Decidieron que podía traducirse como «inquietudine». Libro dell’inquietudine. No suena mal, pero no es lo mismo. Lo terminé en Torres del Río.

Hoy el día que es, y nunca hubo otro igual en el mundo.

  • Los 14 de Iñaki . Jorge Nagore. Primero me lo dejaron, luego me lo regalaron. 2017.

Ochoa de Olza subiendo al Annapurna con su amigo Horia, Horia Colibasanu. No muy lejos de la cima se da la vuelta porque no se encuentra bien. Parece ser que tiene un edema cerebral. El amigo que me dejó el libro me pasó hace poco un enlace en que un cardiólogo expone otras teorías. Gracias a los esfuerzos de Horia, y a la colaboración de Nagore, se monta un operativo de rescate. Hasta 14 de los mejores himalayistas que están en un radio más o menos cercano, de unos pocos días, se ponen en marcha, en muchos casos en solitario, para llegar a la tienda en la que Iñaki agoniza. Sólo Ueli Steck llega, pero la dexametasona que lleva no es suficiente, Urubko se queda a sólo unas horas, llevaba mejores medicinas. Al menos, Iñaki no muere solo. Desde la primera página el desenlace es conocido. Sin embargo, el pulso narrativo del autor, las emociones, la humanidad vuelta héroe y el deseo de que Ochoa de Olza viva me hacen remontar con fuerza y rabia las últimas páginas, esperando un milagro que no fue.

Las montañas no son estadios donde satisfago mi ambición de logros, son catedrales donde practico mi religión.

  • Ventanas de Manhattan. Muñoz Molina. Comprado para la ocasión. 2019

Afortunadamente, no leí el libro la primera vez que pude. Pasaron años y decidí hacerlo antes de viajar a New York con mi hija mayor. La vida de la ciudad, la experiencia de Muñoz Molina y Elvira Lindo, su vida cotidiana y difícil en aquel lugar, lejos de los mitos que a veces uno construye sobre la facilidad de las vidas ajenas. Dar con el libro adecuado para un viaje es una experiencia única. Yo lo había empezado antes, aprendí cosas y tomé notas de lugares, encontré otros que había localizado en otras guías, como el Tennement, me emocioné y me hice amigo de la ciudad. Aprendí de su visión serena de un mundo loco. Lo seguí leyendo allí, aquellos días. Las últimas páginas iban pasando cuando quedaban pocos minutos para aterrizar, ya de vuelta. El último párrafo, por azar, lo acabo cuando se ha iniciado ya la maniobra de aterrizaje en Loiu. Un viaje dentro de otro.

Entonces descubre que lo que ha logrado no es gran cosa, si lo mide con las posibilidades que tenía dentro de sí mismo y que por cada vida posible que se cumple, cada deseo que se satisface, hay otras vidas que no se llegaron a vivir.

  • Legado en los huesos. Dolores Redondo. Prestado y devuelto. 2019

El segundo de los tres libros de la trilogía del Baztán. Lo leí en los primeros días de las vacaciones de aquel 2019. Siempre digo que no me gusta la novela negra; no me seduce, nunca tengo habilidad para descubrir las pistas o imaginar los finales. Sin embargo, y como me ha pasado otras veces, estos libros los leí con fruición (veo que significa: «nombre femenino. Placer o gozo intenso que siente una persona al hacer algo. Yo lo relacionaba con el placer de los jugos de la fruta resbalando en la barbilla, veo que no es así) Ya sé que no deja de ser un «best seller», pero es que me lo pasé muy bien leyéndolo.

Este en concreto, iba avanzando hacia el final con la presencia de la madre como una amenaza mortal en medio de un escenario de cuevas y bosques. Eran algo más de las once de la noche, cerca de las doce y decidí que no podía dejar de leerlo. Tenía miedo y me hubiera ido a la cama aterrorizado. Pasadas la una de la madrugada lo acabé, cerré y pude volver a respirar e irme a dormir.

  • El infinito en un junco. Irene Vallejo. Comprado en una librería que ocupada una planta baja de una casa al borde de una carretera. Guardado entre los mejores. 2021

Tres fases sobre este libro: leer alguna crítica y saber que lo compraré; comprarlo meses después en una casa en medio de nada; leerlo al cabo de otros meses y estar viviendo en él desde la primera a la última página. Una trama tejida con conocimiento, con historia, con sabiduría. Ternura sin atisbo de autocomplacencia. Erudición sin pedantería. Amor a los libros, amor a la humanidad. Un libro largo, del que no sobra una línea. De aquellos que hacen que uno pueda mirar el mundo con más cariño, que recupere el vano orgullo de ser humano.

Deseé leer más a medida que avanzaba, deseé leer todo para saberlo todo, y a la vez sentía la tristeza de acercarme a su final.

Para las últimas treinta páginas bajé, una tarde luminosa, a leer a la terraza de Tamarises, con un vaso de vino blanco al lado y el sol empezando a bajar sobre la playa. Hermoso.

Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, …, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños.

  • Cien años de soledad. García Márquez. Una edición cuidada, comprada para leer en verano. 2021

La primera vez que lo empecé a leer era casi con la obligación de hacer lectura de un libro tan reconocido. Lo hacía medio a escondidas, con la inseguridad de que a mi padre pudiera parecerlo mal que lo hiciera; un error de apreciación, él, que era devoto lector de Cela en un entorno tan conservador… Me perdí pronto en el laberinto de Arcadios y Aurelianos y en la descripción de algunas escenas sensibles. Lo dejé.

Esta vez, el año pasado, profesé en los votos del realismo mágico, sin necesitar saber de qué lado estaba la cordura y de cuál otro la locura, entre los humanos y entre la historia. Seguí el árbol genealógico de los Buendía gracias al árbol genealógico dibujado de las primera páginas y perdí la cuenta de los mundos que iba atravesando. Entiendo, esta vez sí, que no hace falta entenderlo todo para amarlo. Me hice rendido follower del coronel Aureliano Buendía y dejé atrás el rechazo que me producía Melquíades, para por fin reconocer su poder. Admití la sonoridad brillante del castellano colombiano, ya no como algo de menos pureza. Pude leer con otros ojos las idas y venidas de los personajes, de una alcoba a otra, de una mujer a otra, de un hombre a otro.

Me sentí arrebatado por las dos últimas páginas, necesitado de clavar mis uñas en el sofá para que no me llevara aquel huracán, al mismo tiempo que necesitaba mis dos manos para proteger esas páginas del viento y poder leer una y otra vez los últimos párrafos.

Ahora, de vez en cuando busco cursos para aprender a hacer pescaditos de oro.

Llovió durante cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento

  • La vida anterior de los delfines. Kirmen Uribe. Comprado en esa librería pequeña un poco más arriba del mercado. 2022

Tantos años esperando un nuevo título que cien años de soledad fueron suficientes. Kirmen lo escribía cuando me lo encontré en ese viaje en que yo leía «Ventanas de Manhattan». Le oí presentarlo en Azkuna Zentroa, sin atreverme a preguntarle lo que me rondaba. Me gustó más su historia que la de Rosika, aunque esta vez la contraportada me ayudó a entender las similitudes. A medida que avanza el libro y él toma más protagonismo, me gusta más. La mirada de su pareja, la mirada de sus hijos, sobre él mismo que a veces parezco yo mismo. Al igual que Muñoz Molina, una vida en New York teniendo que resolver dificultades cotidianas para poder dedicarse a escribir.

Tengo la suerte de que mi lesión de gemelo me permite dedicar muchas horas a leer, a cambio de no poder andar.

A medida que aparece su propia vida, las emociones crecen en mi interior.

Y las palabras también son hechos. ¿No crees?

  • Panza de burro. Andrea Abreu. Un préstamo pendiente de devolver. 2022

Ayer me vencía el sueño por la noche, en conflicto con el deseo de seguir leyendo esta novelita salvaje. Calculé cuántas páginas faltaban y decidí que era mejor leerlas despierto. Cerré el libro y lo acosté a mi lado. Esta mañana lo he terminado después de un café cargado.

En las páginas ordenadas se vuelca el desorden de vidas maduras de puro infantiles, las miradas que se nos olvidan cuando crecemos o las que no tuvimos, por vivir en el centro y no en los márgenes.

A estas horas, Shit seguirá buscando la playa y yo, mi próxima lectura.

4 de junio de 2022