Hace no demasiado tiempo, en un momento en el que mi vida tenía poco tiempo para las ficciones, me regalaron un libro de Quim Monzó titulado “Ochenta y seis cuentos“. Cuando pude empezar a leerlo disfruté de su escritura original y acerada; por sus páginas pululaban personajes diversos: perdedores, mediocres con aspiraciones, aspirantes a un golpe de suerte, aspirantes a una vida mejor. Algunos soñaban con ser escritores, otros con ser ricos, otros más con hacer realidad sus conversaciones eróticas (escenas que se narran, por cierto, con la desvergonzada naturalidad que los católicos suelen atribuir a los ateos)
Los personajes ingenuos de los primeros cuentos se van transformando en otros más apesadumbrados a medida que pasan las páginas. El desengaño – con una leve dosis de crueldad – se apodera de ellos y empiezan a ser más ridículos, más neuróticos, con menos dulzor y más amargura. Hay dos narraciones relatos que me han llamado más la atención que los otros. En uno de ellos, el protagonista – un lector apasionado – acaba de llegar a casa de comprar cuatro libros y está decidiendo por cuál empezar, pero a él lo que le gustan son los planteamientos iniciales y teme que luego le decepcionen, por eso, el lector apasionado jamás ha terminado un libro.
Durante un tiempo he sentido algo parecido: tenía varios libros por empezar pero no me decidía. En el fondo, temía que no me gustaran. Elegir un libro es una decisión trascendente, diría que incluso más que comprarse una gabardina y, sin duda, mucho más que elegir la ruta de un paseo. Diría que, por lo menos, está a la altura de la elección de la camisa de los lunes (el resto de la semana importa menos, la verdad) No es lo mismo leer best sellers que ensayos o novelas románticas, ni comprar un libro de Alfaguara que otro de Periférica.
Al final me decidí por “Una puerta que nunca encontré“, de Thomas Wolfe. Entré en el libro con cierta precaución y luchando, además, en un primer momento, con la tentación que me ofrecía la visión de mi compañera de asiento en el metro: dos largas piernas sin medias salidas de una minifalda naranja de algodón y acabadas en no muy inocentes zapatos de tacón. El libro es maravilloso, no sé muy bien lo que cuenta: habla de la soledad, de la errancia, de meses de octubre y meses de abril, del tiempo que pasa y de las ausencias que deja, de la maduración y su dolor, de cosas simples y básicas como el anhelo y la realidad, la pertenencia y el enraizamiento, de nuestro lugar en el mundo, al que él llama tierra.
Hay mundos paralelos y, sin embargo, estancias contiguas en las que se adivina el sitio en el que se quiere estar, paredes y ligeros tabiques, pero hay que poder atravesarlos y para ello sería necesario hallar esa puerta que él nunca encontró. Y así pasa la vida.
Thomas Wolfe murió joven, en 1938 y enfermo de tuberculosis , con apenas 37 años y sin pasar por todas las estaciones que hubiera querido. Quizá ahora sea un libro viejo pero fue escrito por un alma joven, tal vez una persona seria y clásica, incluso aburrida, no lo sé, así aparece en las fotos que hay de él. Pero, en todo caso, alguien que pensaba que pese a los tiempos oscuros “bajo las pulsaciones del pavimento, bajo los edificios que se estremecen como en un llanto, bajo los restos del tiempo, donde el casco de la bestia se junta con los huesos rotos de las ciudades, algo está creciendo como una flor, siempre brotando de la tierra, siempre inmortal y obstinado, algo que vuelve a la vida una vez más, como abril”
Él escribió cosas como ese párrafo . Ahora, una vez terminado el libro que, afortunadamente y por casualidad, yo sí encontré, de nuevo me encuentro paralizado antes de elegir el siguiente libro cuya primera página quiero leer como quien baja con precaución las escaleras de una piscina que no conoce y en la que, lentamente, espera atravesar la puerta que permite cambiar el estado sólido al estado líquido.