El Camino de la violencia

El viaje del monstruo fiero*

No hay amor sin violencia. No hay amor sin invasión, sin atropello, sin saltarse un límite. Hablo del amor a las personas y del amor a las montañas, a la escritura, a la lectura, incluso del amor al dinero, al sexo, al placer, a la comida. Hasta del amor al odio.

No puedo escribir sin romper con mi tinta negra el lienzo blanco de papel, no puedo leer sin dejar arrugas en el libro, no puedo alcanzar la cumbre sin pisar insectos y plantas, sin mover piedras, sin clavar mis tacos en el barro. No puedo amar si no ocupo tu espacio, me superpongo, me meto debajo, hago que la vibración de mis cuerdas vocales penetre tus tímpanos. No puedo amar si no dejo marcas en tu piel, ya nunca más incólume.

No puedo hacer Camino si no abandono el albergue, el pueblo que me sorprendió, el cielo blanco y azul que me envolvió una gélida madrugada de febrero tras dejar atrás la negra oscuridad de la carretera.

Me resulta imposible saber si cada vez que hago una nueva etapa me acerco o me alejo: si sumo distancia al kilómetro cero que me arrojó a este Camino, o si resto milímetros a cada paso, descontando un tanto por cada gota de sudor que me acerca al fin del mundo conocido.

Sólo sé que si es fácil no es Camino. Que si todo sigue igual es que nada pasó. Que si sabía a dónde iba es que no he salido aún de casa.

Romper, manchar, forzar, cansar, doler, mirar, andar, amar, escuchar, equivocarme, descansar, descubrir, temer, sonreír, encontrar, detenerme. Esos son los verbos que me permiten caminar en paz y sentir que el frío es un consuelo, y que el cansancio es un abrazo, y que el silencio es una bendición.

Esos mismos verbos se conjugan en cualquier cosa que amo. ¿Qué otra cosa es amar?, ¿cómo querer a alguien, cómo querer algo sin romperlo para caber dentro?, ¿cómo, sin manchar?, ¿cómo, en fin, sin algún tipo de violencia, de fuerza, de movimiento que desordene y recomponga sin patrón predefinido?

Lo difícil es nacer; morir debe ser fácil, no quiero comprobarlo.

Ninguno nacemos en silencio sino entre ruidos, gritos y espasmos; así nos hacemos sitio en este mundo que ni nos necesitaba ni nos echará de menos al partir, pero que nunca será el mismo sin nosotros. Quedará, dice Silvio, nuestro rastro invitando a vivir, nuestros cuerpos tendidos al sol… y todo lo que quede será parte de un viejo mundo que parirá caminantes nuevos. Así lo hicieron hace ya muchos inviernos también quienes de mí descienden; se elevaron desde el dolor de un hospital hasta transformarse de inmediato en el sol que desde entonces da fuego a mi Vía Láctea, resplandeciendo como mis estrellas peregrinas y únicas por encima de las cuales no cabe ya ni un mínimo rayo de luz.

Así, entre lo que leo, escucho, oigo y pienso, encuentro las palabras que puedo volcar en un documento de texto, hablando de lo que vivo cuando camino, y, sin trucos verbales, también de lo que camino mientras aún vivo.

Esta vez, ancha Castilla, he visto esas otras caras de Camino. Las de la gente sin dinero, que viaja «a donativo» y cuya mayor pobreza, sin embargo, es la falta de raíz; las de la gente que confundió el rumbo y ya nunca supo salir y que revolcado se la pasan en alcohol y drogas; las de la gente que toca y vuelve por donde vino, yendo en dirección contraria pero quizá correcta. Gente que duerme en ruinas y ofrece café tibio o que espera que yo le invite, caminantes con corazón, andarines marcha atrás, gente que sólo muchos kilómetros después muda de rana en príncipe, sin miedo al viento ni a las heladas en sus manos desnudas de guantes perdidos. Gentes únicas, también, que acogen en su casa, enfrentados a las quejas de sus vecinos; monjas viejas que me emocionan con su bendición al imponer con suavidad una humilde medalla mientras con la otra mano ofrecen chocolate; gentes que soplan las nubes preñadas de agua para que se alejen («tranquilo, mañana no va a llover aunque así lo anuncien») o que ponen una piruleta y una sonrisa en mi mano si es que en ese momento el estómago no puede con otra cosa.

Y hay violencia también en todo eso, porque hay palabras, buenas o malas, que quizá uno no esperaba oír, o manos que no quise estrechar, o caras que se volvieron cuando yo las buscaba. También porque los dientes tienen que romper la comida que me ofrecen para poder tragarla (¿no es acaso violento despedazar el alimento?) o porque el encuentro hace que desvíe mi trayectoria; o porque se rompen los equilibrios internos o porque me engañan con un precio o me sorprenden con un abrazo que ni pido ni espero. Violencia también porque de esos cruces nacen nuevos deseos, capaces no sólo de convertirse en flechas amarillas de futuro, sino también de lavar las manchas de dolores que amenazaban con convertirse en sufrimientos.

Hasta la sonrisa de quien me prepara un bocadillo debe violentar, para ser, la relajada calma de los músculos de su cara.

Así se descubre esta vez el Camino, que más nuevo me parece cuanto más tiempo paso en él. Así, con esta violencia con la que, lejos de las leyes de los hombres, crujen suavemente, y en este orden, la tierra que piso, la memoria que examino y, finalmente, el propio mundo en que yo habito.

Burgos, Palencia, León. Getxo. Febrero de 2024

*Sin permiso, pero con confianza, tomo prestado para mi subtítulo el nombre de la obra que El Brujo representó en Eibar hace poco, y que me dejó … transtornado y transportado https://elbrujo.es/el-viaje-del-monstruo-fiero/ Si no hubiera sido esa mi elección, volvería a encomendarme al ángel fieramente humano: https://www.poemas-del-alma.com/blas-de-otero-digo-vivir.htm

En ambos casos, ahora lo veo, hay notas de fiereza.


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