FOTOGRAMAS POR CAPÍTULOS

No sabría situar con precisión el momento en el que la memoria empezó a fallarme. O tal vez es que empezó a ser selectiva aplicando sobre todo criterios de proximidad temporal. No importa, creo que más o menos al mismo tiempo me empezó a dar un poco igual acabar los razonamientos, los argumentos e incluso las frases. Así que no es necesario seguir más este hilo de

Supongo que en esto tiene que ver tanto la edad, que son más de 50 los años que tengo y me tienen, como esa facilidad en consultarlo todo en los móviles. Este verano, por alguna razón perdida, vi que la traducción de “FREIGHT” no es “CONGELADO”, sino “TRANSPORTE”. Este hecho me ha molestado. No soy yo quién para decidir qué significan los vocablos ingleses, pero es que este cambio, por sí mismo, cuestiona de alguna manera uno de los recuerdos que forman parte desde hace más de treinta años de mi memoria vital, acaso también insignificante.

Verano del ’89. El diablo sobre ruedas.

“LEEDS FREIGHT UNITED”. Fueron muchos los kilómetros que hice tras esa leyenda. Viajaba yo con mi familia (me refiero a aquella a la que ya pertenecía, no a la que di lugar) y todo el equipaje propio del viaje de vacaciones en el que cruzábamos España de Norte a Sur. Mi carnet de conducir tenía aun la tinta fresca, e igualmente palpitante era la confianza de mi padre en mis desconocidas facultades para conducir; por eso, me dejaba hacer kilómetros en aquel coche nuevo, un Renault 21 de color gris nave espacial.

La red viaria no tenía aún tantos kilómetros de autovía como hoy, así que íbamos por alguna carretera nacional, de carril simple y obras en el arcén. Los que aún quedábamos en el coche íbamos, como suele ser común, mirando todos al frente, como si los asientos fueran una platea y el anodino escenario estuviera más allá de la luna delantera.

Todo iba bien: mi juventud devoraba la carretera, y disfrutaba de lo que a mí me parecía el rugido del acelerador tanto como del geométrico movimiento que me llevaba a poder meter la quinta velocidad, cosa imposible en el Seat Panda de cuatro marchas en el que había velado mis primera armas de gasolina normal.

Entonces se congeló aquel fotograma. Un camión blanco indescriptiblemente grande con aquellas enormes letras en su parte trasera: “LEEDS FREIGHT UNITED”. Se suponía que yo debía adelantarlo, ese era el orden natural de las cosas, como lo es que una generación sobrepase a la anterior. Pero ¿cómo? No me atrevía. Sacaba a veces un poco el morro, pero siempre veía coches de frente y espacio insuficiente. Esto no obstaba a que un largo número de coches me adelantara a mí y, al poco rato, a aquel fenómeno sobre ruedas, sin que en ningún momento ninguno tuvieran problema alguno.

Los espectadores parecían no aburrirse; tal vez su silencio encubría una cierta decepción por la ausencia de habilidad. Yo, esforzado estudiante que en aquella época aprobaba cuanto examen se entrometiera en mi camino, no tenía valor ni cálculo ni locura suficiente para pisar a fondo y superar a aquel molino de seis ejes y rótulo británico. Supongo que iba adquiriendo una triste figura a lomos del 21.

Pasaron kilómetros y sudores en penitente silencio. Finalmente, aquella estrecha senda nacional desembocó en una de aquellas autovías iniciáticas de nuestro desarrollismo y entonces sí, como un narrador omnisciente que decide cuándo, quién y cómo, aceleré y superé limpiamente aquel monstruo, creyendo dejar atrás toneladas de pescado ultracongelado, pero llevando fijada conmigo esa pesadilla que aún se muerde la cola en los desvelos de mi memoria.

En realidad, no me acuerdo si le adelanté o no.

Verano del ’23. Propósito experimental.

 A 2.000 metros de altura, y aunque esté más cerca de los satélites de comunicaciones, no tengo cobertura. Además, por aligerar la mochila no he traído libro que leer y tras ojear las revistas añejas del Refugio, no me queda otra opción que ver pasar el tiempo. No he venido solo, pero mis compañeras han buscado cosas qué hacer y, decididamente, no tengo facilidad para trabar conversación con otros montañeros que por allí pululan.

A ratos arranca mi capacidad de introspección, de vagar sin otras mochilas que las de la mente, por las regiones interiores de mi propio mundo interior. Discurren mis pensamientos y mis emociones por caminos carretiles más que por pulidas autopistas. Estuve aquí hace más de 30 años y hoy he vuelto, si es que soy el mismo que entonces.

Pero estamos en agosto y no tengo especial deseo de transitar por esos andurriales. Queda la contemplación, la observación sosegada de lo que me rodea, la consistencia de la muralla de granito que circunda la laguna grande. A ratos, y por autocombustión, la lógica trate de ponerse en marcha y de entender esa proyección: las formas de los tres hermanitos, del perro que fuma, el color verdoso de la piedra, la dimensión de las montañas, la profundidad de las fisuras. Pero, sobre todo, los ojos giran y vagan. Confieso, con minúsculas, que me llega el innombrable aburrimiento.

Los pocos que somos aquí arriba nos vamos viendo acompañados de manera creciente por cada vez más personas. Se les ve descender hacia el llano lacustre y buscar su acomodo. No son muchos los que tienen plaza en el refugio. La mayoría buscan situarse en los vivacs (palabra que por alguna razón rima este año con bibelot) que están ya dispuestos por anteriores viajeros.

Llega un grupo demasiado grande, y ruidoso. Parece que pueden ser scouts, o quizá algo peor. Serán, no sé, cincuenta, sesenta, doscientos. Jóvenes monitores y casi niños y niñas con pañoleta. El murmullo les ha precedido, y ahora, ya a tiro de palabra dicha con ligero entusiasmo, se pueden distinguir sus conversaciones, sus bromas, sus órdenes, sus nombres. Afortunadamente, no cantan.

Más tarde, al caer el sol, que nunca se va de todo aquí arriba, podremos ver cómo quienes vienen dibujan una hilera de luces con sus frontales, a modo de satélite starlink en noche de Perseidas.

Me maravilla este grupo grande que ha venido, que se mueve y juega y más que nada, se comunica todo el tiempo. ¿Cómo es posible, me pregunto desde mi limitación para establecer conversaciones, que todo el tiempo esté toda esta caterva diciendo cosas?, ¿quién ha escrito su guion?, ¿y el mío?

El tiempo pasa y empiezo a verles con un poco más de simpatía; creo que su vitalidad me produce bienestar, y su tamaño, admiración. Andan como Pedro por su prado. Aquí cabemos todos.

No llega aún la hora de la cena, pero cada vez hay un poco menos de luz.

Tener a la vista la solidez del granito me conforta.

Al pasar de las horas, y sólo por tener los ojos abiertos, me he dado cuenta de que lo que he llamado muro es un semicírculo y, así, se ha convertido por la observación en lo que las guías llaman “el circo de Gredos”.

Mis oídos también se han ido relajando. Me transporto así, sin mover un músculo.

He entendido que no es cierto que toda esta gente hable a la vez; en realidad, es como si se fueran dando espontáneos relevos. El sonido es la voz del colectivo, no del individuo. La individualidad, también la mía, queda oculta, aun sin borrarse, entre tanta inmensidad.

. . .

Como otras y tantas veces, ahora recuerdo que la comprensión llega al dejar de intentarlo.

Circo de Gredos. Verano de 2023.

Getxo, 1 de septiembre.

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