En el aire

Somos gente de principios, sin duda; a una edad ya sabemos lo que queremos y lo que nos gusta (cuestión distinta es que nos atrevamos a tomarlo, pero eso es harina para otra galleta) y, sin embargo, el contexto nos puede.

No hablo esta vez de grandes posicionamientos ideológicos, ni de asuntos tan graves como la defensa de la uva tempranillo frente a la garnacha; hablo de cosas más simples. La cuestión es que nuestro vestuario cambia en verano, y cambia, a veces como si no fuera a haber un mañana. Habría mucho que hablar sobre todo esto, sobre diseños, cantidades y calidades, sobre las transparencias y los bikinis, sobre pulseras y tatuajes, pero dejando de lado cuestiones inabarcables como lo son, por ejemplo, las camisetas de tirantes (masculinas preferentemente) me centro hoy en cuestiones que están mucho más cercanas al nivel de la tierra que pisamos. En concreto, a esa costumbre de llevar los dedos de los pies al aire durante el verano (costumbre que algunos, desde luego, negarán con firmeza durante el duro invierno)

……..

El caso es que él no es en absoluto partidario de salir así, enseñando los dedos de los pies, a la calle. Pero como las maletas del matrimonio las hace su mujer y ella ha decidido que ya está bien de ir con náuticos y que así estará algo menos serio durante las vacaciones, no lo queda más remedio que salir con esas sandalias abiertas. Es viernes, llegaron hace pocos días a la playa; de hecho él aún no ha sido capaz de quitar el rictus serio, la cara de tener dolor de estómago que le acompaña durante el año laboral.

Así, viéndoles cenar en la terraza del paseo marítimo no queda claro si él prefiere las reuniones con los de la Dirección Regional o la cena ligera con su mujer y sus dos hijos. Sus hijos, claramente, optarían por una visita al dentista pero al menos tienen los móviles a mano. ¿Y ella?, ¿qué preferirá ella? Ella se ha ocupado de negociar los días de vacaciones, el apartamento, los planes de sus hijos, el viaje, la ropa de todos y la escapada conyugal durante las vacaciones. Incluso ha negociado con su otra relación un tiempo de paréntesis hasta septiembre para poder tener un verano en familia.

Él, obviamente, está incómodo, y a ello contribuye notar los dedos de sus pies al aire. No encuentra postura para ocultarlos con naturalidad, las mesas están demasiado pegadas y las raciones tardan. Hace calor. La cerveza ni es tostada ni está fría. Y está seguro que esta noche su mujer va a querer, y a él ya no le apetece con ella.

Tommy Hilfiger (c) Flip flops.

Tommy Hilfiger (c) Flip flops.

 

Así que le viene a la mano que la camarera se confunda y llegue tarde y con las raciones equivocadas. «Oiga, esto es intolerable: ¡¡llevamos aquí esperando más de media hora y no nos trae la sepia!!», «¿¿y eso es ensaladilla rusa??, ¡¡por favor!! dibuja una mueca entre desesperada y soberbia.

Sus hijos no se molestan por ello, están ya en una edad en la que cualquiera que les vea sabe que si están con sus padres es solamente porque no hay otro remedio: es como si alguien hubiera introducido un «salto de página» en el relato familiar y fueran ya ellos apartados de otra sección. A ella no le sucede igual; ella, por la razón que sea, ha decidido seguir formando parte del mismo párrafo y no quiere dejar que su frustración subraye en rojo esas líneas de verano.

Por eso calla durante la discusión de su marido con la camarera; calla y no pierde la calma, pero no aparta la mirada de esa raya al lado marcada al agua, ni de las gafas sin montura, ni de la delgadez que el tiempo no ha vencido aún. Y a pesar de la distancia que ya les separa es capaz de dibujar con la mirada el contrapunto exacto que equilibra la escena de la discusión, impidiendo el ridículo. Incluso hay un punto de algo que recuerda a la ternura.

Finalmente, él, con la boca torcida y un gesto trascendente como si estuviera reventando los minuto finales de la Comisión de Riesgos, ordena que le traigan la cuenta con la comida equivocada aún en la mesa. No hay nada que decir mientras esperan, la mirada propia de cada uno de los cuatro es de por sí más expresiva que nada que pueda ser dicho. Llega la camarera y alarga la mano con la cuenta; él responde, más bien replica y con gesto de espadachín que presenta a sus padrinos, extiende su Visa oro.

«Es que no admitimos tarjetas»

Y entonces él, con la irritación en claro aumento, empieza a mover a los lados la cabeza, con pequeñas elevaciones de hombros, mostrando el estado del que navega entre la indignación y la falta de recursos. Entrecierra los ojos.

«Lo que faltaba, pero ¿cómo puede ser?. Claro, típico de estos sitios…, desde luego»

Su esposa saca con naturalidad la cartera de su bolso y le extiende unos billetes a la camarera. Él aparta la vista de la operación de cobro. La camarera y su mujer cruzan una breve mirada tranquila.

Se levantan y se van todos en silencio por el Paseo hacia el apartamento. Esta noche ya no toca.

Ella ya sabía que el hábito no hacía al monje.

Él, por su parte, siente mucho más intensa la humedad de la brisa del mar en los dedos de los pies.

 

(En A., junto al Mediterráneo. Agosto de 2013)

9 comentarios en “En el aire

  1. Ángela

    En algunos lugares del mundo, la gente lleva chanclas en invierno y en verano, haga frío o calor. A veces, porque les gusta; otras veces, porque no tienen otro calzado que ponerse. A mí, me asombra ver unos pies desnudos en lo más crudo del invierno praderil, mientras yo me calzo las botas de supervivencia.

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    1. Josetxu Autor

      Ángela, para mí enseñar los pies es algo que sólo resulta posible si el ambiente lo propicia. Ignoro la razón, pero me produce un pudor tonto. Para poder hacerlo me aprovecho de ese pacto tácito del verano en el que cada uno va un poco como quiere y damos casi todo por válido.

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      1. Ángela

        La razón, Josetxu, será probablemente que has crecido en una cultura donde los pies de los hombres estaban siempre cubiertos. En verano, cuando yo era pequeña (y no tan pequeña), los hombres llevaban esos zapatos horrendos (para mi gusto) de rejilla, con calcetines de hilo, eso sí, para aliviar un poco el calor. Al parecer, con eso iban más elegantes o más discretos que con unas sandalias. Los hombres con sandalias eran siempre extranjeros. Son corsés. Aquí, donde yo vivo ahora, la gente se pone lo que le da la gana desde pequeñitos y les importa un pimiento lo que tengamos que decir los demás. Y a mí me parece bien eso, y cada vez me molestan más los corsés.

  2. Anónimo

    Efectivamente es cultural el tema de enseñar los dedos… En algunas culturas es peor enseñar el cabello que unas piernas sexys embutidas en unos jeggings que no dejan nada a la imaginación, pero parafraseando a un gran escritor… «eso es harina para otra galleta».
    Volviendo a los pies, todos sentimos ese pudor, hombres y mujeres en algún momento. En mi caso, con aproximadamente 20 años descubrí lo realmente sensual que podían ser una mujer gracias a unas sandalias abiertas y de tacón y en ese mismo momento, descarté de mi vida el pudor y me compré seis pares…

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    1. Josetxu Autor

      Esos impulsos definen un carácter y marcan un rumbo que seguro que has continuado.
      Lo cierto, hace tiempo que lo pienso, es que hay una estrecha relación, algo así como una simetría corporal entre los pies que asoman por una sandalia y los escote que dibujan algunas camisas, o camisetas.

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      1. Anónimo

        De acuerdo en la generación de carácter. En desacuerdo en las simetrías… Enseñamos mucho del pie pero para lo demás… Mejor sugerir que mostrar. la imaginación es uno de los mayores poderes…

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